Tribuna:RELATOS DE VERANO

'Hot line' (5) Voces del tiempo

El detective George Washington Caucamán tipeó el escueto parte que detallaba la visita de la pareja de actores reconvertidos al sexo telefónico, y finalizó indicando que acudiría esa tarde al estudio -quiso poner prostíbulo virtual- para ser testigo de las llamadas que calificó de obscenas e inquietantes. Antes de pararse del escritorio, miró el objeto que le dejara la pareja, y como no sabía si llamarlo cinta o casete, decidió que lo escucharía antes de inventariarlo como posible prueba.La comisaria leyó, comentó que lo verdaderamente inquietante sería que a esos cerdos les rezaran el rosario...

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El detective George Washington Caucamán tipeó el escueto parte que detallaba la visita de la pareja de actores reconvertidos al sexo telefónico, y finalizó indicando que acudiría esa tarde al estudio -quiso poner prostíbulo virtual- para ser testigo de las llamadas que calificó de obscenas e inquietantes. Antes de pararse del escritorio, miró el objeto que le dejara la pareja, y como no sabía si llamarlo cinta o casete, decidió que lo escucharía antes de inventariarlo como posible prueba.La comisaria leyó, comentó que lo verdaderamente inquietante sería que a esos cerdos les rezaran el rosario por teléfono, y le preguntó si sabía conducir, porque tenía derecho a usar una de las patrulleras.

-Los detectives rurales sabemos conducir autos, camiones, caballos, botes con motor fuera de borda y pilotear avionetas. Pero yo prefiero caminar, si no le importa.

Anita lo recogió al mediodía. Portaba una cesta con sandwichs, un termo de café y unas naranjas. Llovía sobre la ciudad y el olor a humedad tornaba casi respirable el aire.

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-Vamos a un lugar cerca del cielo -dijo Anita y puso el auto en marcha.

En la cumbre del cerro San Cristóbal se sintieron alegremente solos. A unos cientos de metros más abajo los faldeos del cerro desaparecían, se hundían en la nube de gases que lo cubría todo. Sabían que por ahí, abajo, estaba el parque zoológico, la enoteca, los jardines del barrio Bellavista, la ciudad triste y gris de agosto.

-Me gusta este lugar -dijo el detective.

-A mí también. Vengo cada vez que puedo. Imagino que de pronto soplará un fuerte viento desde el Pacífico, se llevará la nube de smog, y al bajar encontraré la ciudad que perdí en el setenta y tres -confidenció Anita pelando una naranja.

-Vaya. También eres del bando perdedor.

-Y perdí mucho. Un compañero, por ejemplo. Se llamaba Moisés Panquilef, mapuche, como tú. ¿Qué quieres decir con eso de que también soy del bando perdedor?

-Hoy conocí a una pareja de actores, exiliados que retornaron a una ciudad que los desconoció. Siento lo de tu compañero.

-Y yo. Nos conocimos en la facultad de pedagogía, luego vivimos juntos cinco años, hasta que un día de noviembre del setenta y tres lo sacaron de la escuela donde enseñaba y desapareció. Y tú, George Washington Caucamán, ¿quién eres tú?

-Soy el hijo de un panadero mapuche que leía el Selecciones. De ahí mi nombre. Y tengo un hermano que se llama Benjamín Franklin Caucamán. Un día el viejo decidió que los mapuches sólo sobreviviríamos si nos colocábamos del lado de la ley. Así que me hice detective, y mi hermano es carabinero.

Llovía, y se estaba bien en el auto, aislados del mundo, protegidos por la cortina de agua que se deslizaba por el parabrisas. Anita metió una cinta de Los Panchos en la casetera y sirvió dos jarras de café.

Me gustaría escuchar algo -dijo el detective sacando de un bolsillo la cinta que le dieran los actores. El tiempo tiene mil voces y muchas de ellas son crueles. Esta voz del tiempo se presentaba masculina, ronca, segura, se dirigía a los homosexuales, a las putas, a los curas rojos, asegurando que muy pronto pagarían por la inmoralidad y las traiciones a la patria. Continuaba con un fragmento del Venceremos, seguía con un par de frases del último discurso de Allende, y luego los llantos, los gritos desesperados, los ruegos, los aullidos, las respiraciones entrecortadas y semi animales de los que eran arrancados del desmayo para retornar a las garras del dolor.

Anita arrancó la cinta de la casetera.

-¡Espera! No la rompas -dijo el detective.

-¿Qué degenerado ha hecho esto? -Se preguntó a sí misma, con la mueca del llanto deformándole el rostro.

George Washington Caucamán buscó un papelillo de bicarbonato y se lo echó a la boca. Mientras el milagro efervescente hacía efecto, recordó ciertas palabras del comisario rural, dichas unos dos años luego del golpe militar. Con ellas le aseguraba que se irían al peor de los servicios, pero que tendrían las manos limpias y así, cuando el terror militar se disipase, ellos podrían exhibir ante el país la dignidad simple de las manos limpias.

-Me la dieron los dos actores de quienes te hablé.

-¿Sabes qué son esos gritos?

-Lo supongo. Puede ser un montaje.

-¡No! Son gritos de gentes que están siendo torturadas. Yo conozco esos gritos porque pasé por el infierno. Estuve dos meses en Villa Grimaldi -gritó Anita sin preocuparse por las lágrimas, y el auto se tornó estrecho, pues todos los fantasmas del miedo se refugiaron en él.

-Eso ya pasó, Anita -dijo abrazándola, y de inmediato se avergonzó de sus palabras. Sólo le faltaba decir "ahora estamos en democracia y debemos perdonar a los que nos hicieron daño".

-¿Qué harás con la cinta? -preguntó Anita secándose las lágrimas.

-Es una prueba legal. Pertenece al sumario, si lo hay.

-No lo habrá. Los milicos son intocables.

Había dejado de llover. Un ave de rapiña cruzó la pequeña porción de cielo enmarcada por el parabrisas. Volaba alto, tanto, que George Washington Caucamán no logró identificarla. Podía ser un águila, o un chimango, o un halcón de los Andes. Fuera lo que fuera, le dijo al detective que tal vez llegaba la hora de salir del cómodo cascarón de la inocencia, del yo no me ensucié las manos, y por sobre todo le dijo que era el momento de entender de una vez y para siempre que cuando la mierda salpica los ensucia a todos.

-¿Dónde podemos hacer una buena copia de la cinta? -preguntó el detective.

La casa de Radio Tierra estaba a los pies del cerro San Cristóbal. Era una emisora de mujeres, hecha y mantenida por mujeres, y se encargaba de recordarles a las mujeres que también pertenecían al género humano. Anita saludaba y recibía muestras de cariño. Una operadora de sonido recibió la cinta y a los pocos minutos se la devolvió con una copia.

-Es más nítida que el original. Quité los ruidos parásitos del grabador -dijo al entregarla.

Anita retornó a su oficio de cazar pasajeros por las calles ya oscuras de la ciudad, y el detective marchó hasta el estudio o prostíbulo virtual de los actores. Le ofrecieron asiento en una sala de estar como la de cualquier piso. Un sofá, dos sillones, muchos cojines, una reproducción del Guernica, un estante con libros y chucherías, y en la mesa de centro el teléfono conectado a una grabadora con amplificador. Vio también otros objetos entre los que reconoció dedales, campanillas, una regadera y un lavatorio con agua.

-¿Para qué son esas planchas metálicas? -Consultó.

-Con ellas hago ruido de truenos. Hay tipos que la quieren desnuda y corriendo bajo una tormenta -informó el hombre.

La mujer vestía un chándal azul y llevaba el cabello recogido en una cola que caía sobre su espalda. No se veía precisamente erótica. Le indicó que se sentara en uno de los sillones cuando sonó el teléfono.

-¿Aló? Ernesto, ¿tú de nuevo? Vicioso. Ayer me dejaste casi muerta Ernesto. ¿Quieres que lo hagamos de nuevo? Eres mi macho, mi hombre, sí, te siento, la tienes enorme, me das miedo, me vas a dejar deforme, espera, que me quito las bragas, ahora sí, Ernesto...

El tal Ernesto estuvo unos tres minutos al teléfono. Con un bolígrafo atravesado en la boca, la mujer le pedía que la dejara respirar, que su polla la ahogaba, y lo conminaba a no correrse todavía, hasta que un sonido gutural dio a entender que a Ernesto se le habían terminado las monedas.

-Tres minutos. Sirve para cigarrillos -comentó el hombre.

-¿Escuchó la cinta? -consultó la mujer.

-Creo que todos sabemos de qué se trata -respondió el detective, pero no pudo seguir porque el teléfono sonó de nuevo.

-Las nueve. Siempre llama a las nueve -dijo el hombre.

-¿Qué tal, mariconazo? Y tú, putilla comunista. ¿Esperaban mi llamada? -dijo la voz masculina, recia, ronca, decidida-, me gustan las sorpresas, pero unos pinganillas como ustedes no pueden sorprenderme. Sé que me denunciaron y tienen ahí a un indio de mierda. ¿Estás ahí, indio? Me alegra, porque en pocos días serás tú el que participe en mi programa -amenazó la voz, y desató las bestias del horror.

Mañana, último capítulo

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