Reportaje:

La última parada de la "cunda"

Los tres jóvenes muertos en accidente en Atocha viajaban supuestamente en un 'servicio de transporte' clandestino muy extendido para comprar droga en los poblados marginales

Es voz subterránea. No figura en los diccionarios al uso, pero la gastan, como duro de plata, los toxicómanos y prostitutas del Madrid oscuro. La palabra es cunda. Así designan los drogodependientes el sistema de viajes (cundas) ingeniado por ellos mismos para burlar el control policial y aprovisionarse de heroína en los poblados marginales. Dicho lo cual, se entiende por cundero a alguien, por lo general toxicómano, que posee un coche y, previo cobro (500 pesetas por persona), traslada a los yonquis hasta los hipermercados de la droga y luego los devuelve al punto de partida.Un servicio m...

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Es voz subterránea. No figura en los diccionarios al uso, pero la gastan, como duro de plata, los toxicómanos y prostitutas del Madrid oscuro. La palabra es cunda. Así designan los drogodependientes el sistema de viajes (cundas) ingeniado por ellos mismos para burlar el control policial y aprovisionarse de heroína en los poblados marginales. Dicho lo cual, se entiende por cundero a alguien, por lo general toxicómano, que posee un coche y, previo cobro (500 pesetas por persona), traslada a los yonquis hasta los hipermercados de la droga y luego los devuelve al punto de partida.Un servicio motorizado y clandestino que, como cuentan los propios drogodependientes, se ha convertido en una auténtica línea discrecional hacia La Rosilla, Los Pitufos o La Celsa, y hasta ofrece a sus usuarios unas estaciones de salida bien conocidas: la calle de la Montera, Pintor Rosales (en la zona de travestidos), Ballesta (ya de capa caída) y la Casa de Campo.

Todo un mapa de recorridos, fluidos y constantes, que, sin embargo, esta semana, al decir de los drogodependientes, sufrió su primer gran accidente. Un siniestro que ni siquiera la policía relacionó con el secreto y escurridizo mundo de las cundas.

Fue el martes, en torno las dos de la madrugada. La noche avanzaba cálida, cuando un Peugeot 205, blanco y descapotable, cruzó a más de 120 kilómetros por hora, según fuentes de la investigación, el paseo de las Delicias. Por causas aún desconocidas, el vehículo se salió repentinamente de la calzada, golpeó un puesto de la ONCE, arrancó 11 metros de valla metálica, desgajó un banco y finalmente voló escaleras abajo (18 peldaños) hasta estamparse contra el interior del paso subterráneo de peatones de la glorieta de Carlos V, un refugio habitual de indigentes y toxicómanos.

Tres ocupantes del vehículo (dos argelinos y una alicantina, Mónica A., de 24 años) murieron en el tremendo accidente; el cuarto viajero aún permanece hospitalizado en estado grave (su familia niega su vinculación con el mundo de la droga).

El accidente desató todo tipo de interrogantes. La primera surgió cuando los dos vecinos que primero atendieron a los accidentados señalaron una cruel coincidencia: los fallecidos eran toxicómanos que a menudo dormían en el túnel, hondo y sucio, al que aquella noche habían ido a morir. El misterio se extendió aún más cuando otros vecinos aventuraron que entre los fallecidos podía encontrarse algún indigente arrollado por el coche. En medio de tanta oscuridad, de poca ayuda resultó el que oficialmente se mantuviese a los cadáveres sin identificar, que el único superviviente siguiese en estado crítico en el hospital sin poder declarar y que el juez de instrucción, según la familia del herido, decretase el secreto del sumario.

Una suma de incógnitas que, sin grandes cábalas, Abdelkader Chenioulli y Yahmed Bauhabiboa disipan sentados en un bar de Centro, frente a un simple café. Los dos argelinos tienen los ojos rojos y la cara cifrada por las cicatrices. Ambos convivían en un piso de la calle de Colón con Daoudi M. (identificado como Kamel B.), de 27 años, fallecido en el accidente. "Era buena persona, ¿sabes?", recalca Yahmed al emprender el relato de la última noche de su amigo.

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Kamel arribó a Madrid hace siete años. Huía de un país en llamas y de un trabajo como vendededor de frutas en Árgel. Ilegal en España, las primeras luces de su estancia asomaron cuando se unió a una mujer y tuvo, según sus amigos,una hija. Una bonanza que se eclipsó cuando encadenó sus días a la heroína y pasó a convertirse en un usuario de las cundas. El martes noche se subió a una. El destino era el poblado de Los Pitufos.

"Esa noche fui con él a la calle de la Montera. Iba a buscar una cunda. Nos separamos cuando él se encontró con Redouane , un tipo muy loco", recuerda Yahmed. Ha apurado el café solo y deja paso a su compañero Abdelkader: "El cundero iba muy fuerte. Lo conocíamos y corría mucho. Era español, no me gustaba su cara, miraba con malos ojos. Subieron él y Redouane en el coche del cundero. Tenían previsto volver pronto, pero Kamel no regresó nunca".

Tras el accidente, mientras oficialmente los cadáveres seguían sin identificar, entre los toxicómanos de la calle de la Montera los supuestos nombres de las víctimas corrieron como la pólvora. Charlie, un drogodependiente con 17 años de enganche, lo recuerda. "Yo sólo conocía al conductor y a un argelino, que era un carterista. Aunque habían venido aquí, al túnel, alguna vez, la verdad es que los había tratado en la calle de la Montera, donde está la droga, ¿sabes? Esa noche estaban de cunda y, claro, como todos hacemos lo mismo, pues comentamos entre nosotros el accidente".

Charlie acaba de fumarse un chino en el túnel en el que el Peugeot 205 se estrelló. Allí, en compañía de su mujer, pasa sus horas más dulces. Sobre todo de noche. "Por la mañana viene la policía y nos echa", se queja Charlie. Junto a él se sienta otro joven. Lleva coleta. También conocía al supuesto cundero. "Pues claro, si yo subí en el coche justo en la cunda anterior a la del accidente. La chica era de Montera", afirma, mientras Charlie, en el túnel, se queda reflexionando sobre el siniestro. No le encuentra explicación. "El piloto era un buen conductor. Estaba pillado a la heroína y al basuco y se pagaba el vicio con las cundas, pero el tío controla. Aquella noche ya estaba de regreso. Y a no ser que tuviera miedo de algo o de alguien, no me lo explico".

Charlie cierra el interrogante y acepta el accidente como un riesgo propio de las cundas. A fin de cuentas, él es un experto. Conoce bien las estaciones de salida -"ahí son las lumis (prostitutas) quienes mandan; ellas te dicen dónde están los cunderos"- y sus horarios -"todo el día, pero más por la noche, cuando amansan los controles de la policía"-. Tampoco se le escapan las estrechas conexiones de los cunderos -hay cuatro o cinco fijos por parada- con los traficantes de droga. "Es el que proporciona clientes al camello, ha de ser de confianza para que funcione", explica. Después calla, se rasca los brazos y se despide para buscarse una cunda que le proporcione un poco de paz. Sabe que una vez en el coche hay droga segura, pero no marcha atrás, ni paradas intermedias. La cunda sale para llegar hasta su destino y luego volver al punto de partida. Pase lo que pase.

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