Editorial:

Promesa en Camboya

NADIE PRETENDE que las elecciones celebradas ayer en Camboya (en las que los disueltos jemeres rojos dejaron su impronta asesinando a diez personas) sean "libres" y "limpias" al estilo de los países políticamente consolidados. Las potencias internacionales -con Estados Unidos a la cabeza- que han presionado para la celebración de estos comicios, en los que han gastado más de cuatro mil millones de pesetas, confían en establecer un principio de orden en el país y romper con un mínimo de representatividad democrática una cadena de veinte años de guerra civil, genocidio y ocupación extranjera. La...

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NADIE PRETENDE que las elecciones celebradas ayer en Camboya (en las que los disueltos jemeres rojos dejaron su impronta asesinando a diez personas) sean "libres" y "limpias" al estilo de los países políticamente consolidados. Las potencias internacionales -con Estados Unidos a la cabeza- que han presionado para la celebración de estos comicios, en los que han gastado más de cuatro mil millones de pesetas, confían en establecer un principio de orden en el país y romper con un mínimo de representatividad democrática una cadena de veinte años de guerra civil, genocidio y ocupación extranjera. La votación cierra un círculo abierto con la derrota del actual hombre fuerte, Hun Sen, a manos del jefe realista, Norodom Ranariddh, en las elecciones de 1993, auspiciadas por la ONU y que culminaron una imponente operación de pacificación, en la que la comunidad internacional invirtió dos mil millones de dólares.Camboya fue sometida entre 1975 y 1978 a uno de los experimentos sociales más ominosos de nuestro tiempo -el de los jemeres rojos-, cuya página final se ha escrito hace tres meses con la muerte de su inspirador y jefe, Pol Pot. Al fallecimiento del hombre que sepultó a un millón de camboyanos ha seguido una deserción masiva en las filas guerrilleras.

Las elecciones, en un entorno de devastación económica, corrupción y bandidismo, han sido precedidas por una rampante intimidación y decenas de asesinatos políticos. Camboya, cuyo rey, Norodom Sihanuk, se ha refugiado en una neutralidad silenciosa, vive bajo la dictadura encubierta de Hun Sen, coprimer ministro y antiguo hombre de paja puesto por Vietnam tras su invasión en 1978. En julio del año pasado, Hun Sen dio un golpe que expulsó al exilio al primer ministro, príncipe Ranariddh, hijo del rey, con el que había forzado una alianza tras los comicios de 1993. Ahora dice haber abjurado formalmente del comunismo, pero no de la doctrina leninista del control sobre las palancas del poder. Su Partido Popular de Camboya, que nunca desmanteló la maquinaria del partido único que fue entre 1979 y 1991, ejerce un poder casi absoluto sobre las autoridades locales y las fuerzas de seguridad. Pocos esperan que, pese a su escaso atractivo popular, Hun Sen vaya a ser desalojado del poder.

Es difícil que esas cosas sucedan en un país atrasado, rural, donde la televisión habla sólo del que manda y a la gente se le cuenta que un ordenador electrónico va a identificar las huellas dactilares en su papeleta de voto. La gran afluencia a las urnas de ayer, de lo que hay que felicitarse, sugiere un perfil elevado de la alianza opositora, aglutinada en torno al regresado Ranariddh y al ex ministro de Finanzas Sam Rainsy, y un inevitable Gobierno de coalición.

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