Tribuna:

La sombra

El mismo día en el que mi mujer y mis hijos se fueron a pasar el verano al chalet de la sierra, salí a las cuatro de la tarde de casa para acudir a un sex shop nuevo, del que me habían hablado mucho en la oficina, y de repente me crucé con un cura que no tenía sombra. Yo iba mirando al suelo, con el gesto de abatimiento que produce el calor, y percibí el revuelo de la sotana, pero no logré ver la mancha refrescante sobre la acera. Me vino a la memoria una novela de juventud en la que alguien vende su sombra (quizá su alma) al diablo a cambio de un saco de cuyo interior puede extraer todo lo qu...

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El mismo día en el que mi mujer y mis hijos se fueron a pasar el verano al chalet de la sierra, salí a las cuatro de la tarde de casa para acudir a un sex shop nuevo, del que me habían hablado mucho en la oficina, y de repente me crucé con un cura que no tenía sombra. Yo iba mirando al suelo, con el gesto de abatimiento que produce el calor, y percibí el revuelo de la sotana, pero no logré ver la mancha refrescante sobre la acera. Me vino a la memoria una novela de juventud en la que alguien vende su sombra (quizá su alma) al diablo a cambio de un saco de cuyo interior puede extraer todo lo que desea.Olvidé el sex shop y me puse a perseguir al sacerdote, que entró en una iglesia que hay al principio de Ríos Rosas, en San Juan de la Cruz. Fui tras él, pero desapareció por una puerta lateral, que quizá daba a la sacristía, mientras yo permanecía arrodillado en un banco, sin saber qué determinación tomar. No había ni un alma y la madera crujía al dilatarse por el exceso de calor. Pese a todo, se estaba bien allí, como en el interior de un botijo, pensé de súbito, sorprendiéndome por esta comparación tan absurda. Al poco, se oyó el gemido de una puerta y apareció de nuevo el cura, que se dirigió a un confesionario, en cuyo interior pareció hundirse. Pensé que quizá el sacerdote esperaba algo de mí y me arrepentí de haber descubierto su minusvalía: hay también otra versión novelesca según la cual esta gente incompleta tiene una rara habilidad para robar la sombra de los curiosos, que luego utilizan en sí mismos a manera de prótesis. Finalmente, excitado por el descubrimiento y decidido a llegar al final, me incorporé, acercándome al confesionario.

-¿Es aquí donde se vende la sombra al diablo? -pregunté.

-¿Qué sombra? ¿Qué diablo? Limítate a confesar tus faltas.

-Me acuso de haber deseado una bolsa, dentro de la que hay todo cuanto uno pueda desear.

-¿Todavía te gustaría obtenerla, hijo?

-Sí, padre.

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-Sin arrepentimiento, no puedo absolverte. Márchate.

Al irme, vi, junto a la pila del agua bendita, una especie de saco que tomé con disimulo. Una vez en la calle, metí la mano en él deseando obtener un botijo que salió al instante, lleno de agua de limón, que es la que más me gusta. "Dios mío, me ha sucedido", pensé dominado por el terror y por la dicha. Entonces di unos pasos para abandonar la protección que me daba el edificio, miré al suelo y comprobé que no tenía sombra. Sin tratarse de una amputación dolorosa, era una carencia rara, semejante a uno de esos estados de desasosiego, típicos del calor, de los que uno no puede quejarse porque no sabe cómo nombrarlos. Me sentía incompleto, desde luego, y enseguida vi que buscaba instintivamente la sombra de los árboles, colocándome de modo que su dibujo sobre la acera pareciera una proyección de mi cuerpo. Nunca pensé que una pérdida tan banal fuera motivo de preocupación, pero lo cierto es que tuve un acceso de angustia que sólo se atenuó cuando encontré una boca del metro y me metí dentro. Allí éramos todos iguales, con sombra o sin ella.

Al poco se sentó ante mí un cura gordo, con la sotana llena de lamparones, que observó intrigado el saco de los deseos. Extraje de él, al objeto de tentarle, una revista pornográfica, que volví a introducir en seguida para sacar a continuación un microondas, que guardé por miedo a llamar la atención, y una cerveza fría con un cucurucho de gambas cocidas. Hubo un momento, al comprobar la eficacia de la bolsa mágica, en que me pareció que había hecho un buen trato, pero me acordé de mis hijos, condenados a tener un padre sin sombra, al que les daría vergüenza mostrar en la piscina de la urbanización, y decidí que era mejor desprenderme de ella. Se la ofrecí, pues, al cura, de cuya expresión deduje que habría dado cualquier cosa por poseerla, y me bajé en la primera estación, ansioso de salir a la calle y contemplar de nuevo mi querida sombra sobre el suelo. Quedé espantado al ver que había adquirido la del cura: una gran mancha como un borrón de tinta. Desde entonces me visto con túnicas y prendas muy amplias, pero no sé cómo explicar este cambio de imagen a mi mujer. Ni a mi jefe.

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