Editorial:

Starr ataca de nuevo

LA SAGA Lewinsky-Clinton vuelve a la carga con la aceptación por el Tribunal Supremo estadounidense de la tesis del fiscal especial Kenneth Starr según la cual no hay argumentos para impedir la declaración ante un jurado de acusación, de tres de los agentes del servicio secreto encargados de la protección del presidente de EEUU. Como antes un juez de primera instancia y un tribunal de apelación, el Supremo no cree, como pretendía el Departamento de Justicia, que el testimonio de los guardaespaldas de Clinton sobre lo visto y oído en relación con las supuestas relaciones sexuales entre la ex be...

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LA SAGA Lewinsky-Clinton vuelve a la carga con la aceptación por el Tribunal Supremo estadounidense de la tesis del fiscal especial Kenneth Starr según la cual no hay argumentos para impedir la declaración ante un jurado de acusación, de tres de los agentes del servicio secreto encargados de la protección del presidente de EEUU. Como antes un juez de primera instancia y un tribunal de apelación, el Supremo no cree, como pretendía el Departamento de Justicia, que el testimonio de los guardaespaldas de Clinton sobre lo visto y oído en relación con las supuestas relaciones sexuales entre la ex becaria de la Casa Blanca y el presidente "ponga en peligro la capacidad del servicio secreto para protegerle eficazmente". Por primera vez en Estados Unidos, la guardia pretoriana presidencial es obligada a declarar en un juicio preliminar ante el llamado "gran jurado".La unanimidad de los diferentes escalones judiciales otorga un balón de oxígeno al crecientemente desacreditado fiscal especial Starr, un cruzado que lleva dedicados cuatro años a la persecución universal de los Clinton. Los estadounidenses, según las encuestas, aprueban regularmente la gestión del presidente, casi en la mitad de su último mandato, y dos de cada tres no se sienten concernidos por su vida privada. Pero si el tenaz fiscal acierta esta vez en su planteamiento técnico, cosa diferente es si su acoso urbi et orbi es un ejercicio responsable de un cargo que fue creado para investigar un caso (Watergate) criminal de espionaje a adversarios políticos, no presuntos líos de faldas más o menos solemnizados.

Aunque no cabe esperar revelaciones sensacionales, el testimonio de los agentes tendrá la virtud de poner algunas cosas en su sitio. Permitirá conocer, por ejemplo, si su aportación era imprescindible o podía ser obtenida por otros medios. O los argumentos en que Starr ha basado su petición de comparecencia, desafiando opiniones consistentes en favor de la confidencialidad que debe existir entre protegidos y protectores. Algo que parece especialmente claro en el caso del presidente de EEUU, constitucionalmente una especie de bien público nacional, custodiado de modo imperativo las 24 horas del día, que acumula un poder sin parangón y que carece virtualmente, por contraposición a sus homólogos europeos, de vida privada reconocida como tal. Es fácil imaginar la actitud futura hacia sus escoltas de quien piense que los destinados a protegerle pueden ejercer un día de testigos de cargo.

La actuación de Starr es una bendición para los republicanos ante la batalla electoral de noviembre, en la que debe renovarse la mitad del Congreso. A falta de un tema que encandile a la opinión pública, el propio Clinton es el mejor asunto posible, sobre todo para aquellos conservadores recalcitrantes que consideran "el declive de las virtudes morales" como el argumento electoral óptimo. Sea cual fuere el desenlace del culebrón Lewinsky, los republicanos se regodean en un asunto que roba tiempo y energías al adversario. A estas alturas del mandato presidencial tendría poco sentido político un hipotético informe de Starr a la Cámara de Representantes que permitiera iniciar el complejo proceso de destituir a Clinton. Pero nunca es tarde para ganar un puñado de escaños más.

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