Tribuna:

Josep Borrell y la escalada con cuerda

Hace unos días tuve la oportunidad de asistir a un almuerzo-coloquio, organizado por la APD, en el que el invitado era Josep Borrell, y al que concurrieron, amén de los amigos políticos del ponente, un buen número de personas representativas del mundo empresarial y financiero. No me quedé al coloquio, que, por lo que después he sabido, fue mínimo, y, por lo tanto, ignoro la reacción de los comensales a la exposición del candidato por el PSOE a la presidencia del Gobierno, que sí escuché, en su integridad, con toda atención e interés.Conozco a Borrell desde hace muchos años e, incluso, puedo de...

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Hace unos días tuve la oportunidad de asistir a un almuerzo-coloquio, organizado por la APD, en el que el invitado era Josep Borrell, y al que concurrieron, amén de los amigos políticos del ponente, un buen número de personas representativas del mundo empresarial y financiero. No me quedé al coloquio, que, por lo que después he sabido, fue mínimo, y, por lo tanto, ignoro la reacción de los comensales a la exposición del candidato por el PSOE a la presidencia del Gobierno, que sí escuché, en su integridad, con toda atención e interés.Conozco a Borrell desde hace muchos años e, incluso, puedo decir que, desde ideologías opuestas, mantengo con él una relación amistosa. No me extraña, por lo tanto, que, como de costumbre, desarrollara un discurso sofístico, pero bien construido, oratoriamente atrayente, capaz de convencer al desprevenido y, en este caso, no sólo claro, sino además valiente, si se tiene en cuenta que podía suponer que el auditorio, en su mayoría, no iba a estar precisamente muy a favor de las tesis que desarrolló.

Por lo que a mí respecta, huelga decir que no estoy en absoluto de acuerdo con lo que dijo el candidato, salvo, tal vez por afinidades montañeras, en la metáfora de la escalada con cuerda que el orador utilizó para defender no sólo el mantenimiento, sino incluso el reforzamiento del Estado de bienestar. Es cierto que la cuerda a que va atado el escalador, si el que le precede le asegura bien desde la reunión, le evitará caer más de lo que el largo de la cuerda permita. Pero, como Borrell decía, la cuerda no sirve para subir; hay que subir con las manos y con los pies y, sobre todo, añado yo, con la cabeza, para saber dónde hay que poner las manos y los pies. La recta conclusión a sacar de la metáfora es que no podemos dejar a la gente colgada de la cuerda sobre el vacío; la gente tiene que subir para escalar posiciones mejores. Pero el Estado de bienestar, tal como lo entienden los socialistas, y tal como lo defendió el candidato a gobernarnos, hace lo primero, deja a la gente colgada del subsidio y demás formas de ayuda estatal, y no facilita, en absoluto, lo segundo: que las personas capacitadas resuelvan, por sí mismas, sus propios problemas, y satisfagan, con su esfuerzo, como hacen los escaladores, sus legítimas aspiraciones.

Esto es, precisamente, lo que, por fin, ha descubierto un laborista, Tony Blair, con cuya política Borrell declaró no estar de acuerdo. Blair, reconociendo de entrada que "muchas personas atrapadas en la dependencia de la asistencia social podrían estar hoy ganándose la vida", afirma que "la cultura de la dependencia tiene las horas contadas en el Reino Unido", y para lograrlo, está poniendo en juego una política que "consiste en ayudar a los más capacitados a que se ayuden a sí mismos, al tiempo que brindamos apoyo a quienes lo necesitan". Es decir, lo que los liberales siempre hemos defendido: la libre iniciativa individual y social, acompañada del papel subsidiario del Estado para aquellas pocas cosas que el mercado no puede resolver. Esto, piensa Blair, obliga a reformar el Estado de bienestar para "enfocarlo a aquellos que realmente lo necesitan y luchar contra el fraude", de manera que, entre otras muchas cosas, como reconocen los nuevos laboristas británicos, "estar dentro del mercado laboral sea más ventajoso que quedarse fuera".

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Dijo Borrell que, desde que lord Beveridge había inventado el Estado de bienestar, han sucedido muchas cosas y que para los problemas nuevos ya no sirven las fórmulas antiguas, sino que hay que ir a soluciones nuevas. Es cierto que desde los tiempos de Beveridge han pasado muchas cosas, y la primera es que el Estado de bienestar, en lugar de ceñirse a atender a los que lo necesitan, universalizó y burocratizó las prestaciones sociales con cargo a los impuestos, y así traicionó el pensamiento del propio lord Beveridge, quien había escrito: "El Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel mínimo garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada individuo para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia". Lo que ya no es tan cierto es que las políticas económicas que enumeró Borrell en su discurso y que, supongo, forman parte de su programa electoral, sean ideas nuevas. Todo lo que dijo descansa en los más viejos tópicos -que él se ufanó de llamar utópicos- del socialismo estatalista, intervencionista y planificador, cuyo fracaso está acreditado por la experiencia, ya que si, en su afán igualatorio, logra redistribuir algo, la tarta a repartir es cada vez proporcionalmente más pequeña, porque no sólo no crea riqueza, sino que impide que la creatividad empresarial la genere.

Borrell se declaró contrario a la frase que en los últimos meses han hecho suya los laboristas británicos: "la gestión económica no es de izquierdas ni de derechas; es buena o es mala", ya que, para él, la ideología cuenta, cosa que no le reprocho, pero que no hacía falta dijera. Todo el país sabe hasta qué punto lleva la ideología; para él, las autopistas son de derechas, y las autovías (menos funcionales), de izquierdas. Quizá por esta su preocupación de defender "los valores de la izquierda" me parecieron tan contrarias a lo que la economía y el futuro bienestar de los españoles necesitan todas las manifestaciones o propuestas que hizo sobre fiscalidad, déficit público, empresa pública, infraestructuras, privatizaciones, planes de pensiones públicos y de reparto, jornada laboral, mercado de trabajo, inversión pública, gasto social, etcétera. Nada o casi nada de lo que dijo sirve para que los ciudadanos escalen mejores cotas de bienestar; con sus fórmulas seguiríamos colgados de la cuerda del Estado, sin avanzar en la convergencia real, a la que dijo aspirar, tanto si ésta se mide en nivel de paro como si se mide en PIB per cápita relativo.

Con todo, una cosa hay que reconocer, y es que en ningún momento intentó suavizar o disimular su radicalismo socialista, lo cual es una prueba de sinceridad que es forzoso alabar. Tal vez porque los votos que busca no son los de los ilustrados que estaban en aquel comedor, sino los de esa parte del país, enganchada al Estado de bienestar, que no quiere ni oír ni hablar de cambios en lo que erróneamente considera derechos a satisfacer por el Estado, y a los que no quiere renunciar. Tal vez ésta sea también la razón por la cual el partido en el poder, más conservador que liberal, siendo muchas las cosas que ha hecho en la buena dirección, como lo prueba la marcha de la economía, no se atreve a realizar las reformas estructurales pendientes, asumiendo la pedagógica labor de explicar a los votantes por qué y cómo, una vez dentro de la Unión Monetaria y Económica (UME), les iría mejor con los cambios necesarios y que deben abordarse ahora, cuando las circunstancias económicas son favorables, ya que de esperar a que sean imprescindibles, si la coyuntura se tornara adversa, las reformas resultarían mucho más traumáticas.

Como muestra de esta coincidencia electoralista, baste el botón de las pensiones, campo en el cual el Gobierno, coincidiendo con lo dicho por el candidato socialista, prefiere mantener el sistema público y de reparto, a pesar de ser consciente de que el sistema está potencialmente quebrado, como lo prueban las reiteradas declaraciones del secretario de Estado para la Seguridad Social instando a la renovación del Pacto de Toledo para garantizar la supervivencia del sistema público, ajustando la relación entre los años cotizados y la pensión a percibir, lo cual quiere decir reducir, de hecho, lo anteriormente prometido.

Otra demostración palmaria de la poca confianza que el actual Gobierno tiene en la viabilidad del actual sistema de pensiones públicas es el tratamiento fiscal incentivante de los planes de pensiones privadas, lo cual, en román paladino, quiere decir: "Como usted no puede confiar en lo que la Seguridad Social le dará, en términos reales, el día que le toque jubilarse, hágase un plan privado a su gusto". Es obvio que este camino, en términos éticos, es claramente criticable, ya que la constitución de fondos de pensiones complementarios sólo está al alcance de los que disponen de medios para ello, mientras que los que no pueden hacer otra cosa que resignarse a que les deduzcan coactivamente de sus salarios las cotizaciones de la Seguridad Social obtendrán mucho menos de lo que podrían lograr si la cantidad que les ha sido sustraída para la Seguridad Social forzosa la hubieran podido destinar a un plan privado en la capitalizadora elegida a su gusto. Es decir, pasando, con un razonable calendario de escalonada adaptación, desde el actual sistema público de reparto a un sistema privado de capitalización. Entiendo que esto no es difícil de explicar, con cifras, a los ciudadanos, si se pierde el temor a ser tachados de neoliberales, capitalistas o "de derechas" por los discursos demagógicos de los que a sí mismos se llaman "progresistas".

Rafael Termes es profesor del IESE. Universidad de Navarra.

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