Editorial:

ETA, no; cómplices, tampoco

EL ASESINATO del concejal de Rentería Manuel Zamarreño, a punto de cumplirse un año del de Miguel Ángel Blanco, interpela la conciencia cívica de este país, especialmente la de las instituciones, los partidos y la ciudadanía del País Vasco. Un sistema político en el que se produce el asesinato de un concejal de un determinado partido cada dos o tres meses no puede considerarse normal. Ahí sí que hay un déficit democrático, y la primera preocupación de todos los partidos debería ser hacerle frente desde la máxima unidad. Hasta ahora, sin embargo, no ha sido así, y de ello se han beneficiado qui...

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EL ASESINATO del concejal de Rentería Manuel Zamarreño, a punto de cumplirse un año del de Miguel Ángel Blanco, interpela la conciencia cívica de este país, especialmente la de las instituciones, los partidos y la ciudadanía del País Vasco. Un sistema político en el que se produce el asesinato de un concejal de un determinado partido cada dos o tres meses no puede considerarse normal. Ahí sí que hay un déficit democrático, y la primera preocupación de todos los partidos debería ser hacerle frente desde la máxima unidad. Hasta ahora, sin embargo, no ha sido así, y de ello se han beneficiado quienes tratan de condicionar la vida democrática mediante el miedo.Es cierto que a veces hay que parlamentar con el enemigo, pero en tales casos no deja de considerársele tal. La situación de Euskadi no sólo es dramática, sino absurda. Algunos dirigentes políticos relevantes han llevado su confusión personal al punto de tratar como amigos a quienes consideran legítimo matar a los representantes de los partidos rivales. Sin duda, no bastan las soluciones policiales. También es preciso un rearme moral: acabar con esta confusión que lleva a ser más comprensivo con los etarras presos que con sus víctimas y con el brazo político de ETA que con el partido en que militan los ediles asesinados, y que hasta en días como el de ayer se sienten obligados a invocar los crímenes de los GAL, cometidos hace 12 años, antes de decidirse a condenar los de ETA.

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Para cuando la banda terrorista asesinó al concejal de Rentería José Luis Caso, en diciembre de 1997, el PNV y otras fuerzas con responsabilidades de gobierno ya habían roto, con pretextos interesados, el compromiso de no colaboración con HB que habían suscrito tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Les preocupaba más la unidad abertzale que por entonces impulsaba el sindicato nacionalista ELA que las amenazas que ETA deslizaba contra los partidos no abertzales. Veinte días antes del asesinato de Caso, un comunicado de ETA advertía que todos "los representantes políticos del PP, hasta el último concejal", están "implicados hasta el cuello en la guerra para destruir a Euskal Herria como nación". Que Manuel Zamarreño, un padre de familia en paro, antiguo calderero, se dedicase a ese menester es algo que sólo los más tontos de entre los muy fanáticos podrían tomarse en serio. Pero ya antes de tomar posesión como sustituto de Caso le quemaron el coche, y Herri Batasuna se querelló contra él por haber afirmado que los concejales de dicha formación podían haber pasado a ETA la información para el atentado. El anterior edil asesinado por ETA, Tomás Caballero, de Pamplona, también había sido objeto de una querella de HB por haber criticado su complicidad con ETA.

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El 13 de abril, al cumplirse cuatro meses del asesinato de Caso, su compañera de corporación Concepción Gironza anunció su intención de renunciar. Quince días antes, ETA había colocado una bomba en el portal de su casa. Entre ambos hechos, el 6 de abril, el sindicato ELA firmaba con LAB -el sindicato de HB- un manifiesto en el que se cuestionaba abiertamente el régimen autonómico como incapaz de satisfacer las aspiraciones de los vascos y el sistema político general como tramposo. Solo la degradación moral producida en los últimos años explica que personas en otros aspectos ecuánimes puedan afirmar que son las víctimas quienes están interesadas en que no desaparezca el terrorismo. O en asegurar con total seriedad que el día en que ETA deje de interferir podrá abordarse "sin complejos", "sin pudor", el problema de los jueces que no saben euskera.

¿Puede alguien seguir considerando que no hay relación entre la sistemática deslegitimación de las instituciones por parte de personas con gran influencia social y la persistencia de sectores que consideran legítimo el recurso a la violencia para obtener objetivos políticos? La movilización del año pasado tras el asesinato del concejal de Ermua dio a entender que la mayoría no sólo estaba contra ETA, sino contra sus cómplices, y también, contra quienes, yendo a lo suyo y afirmando solemnemente que no tienen nada que ver con ETA, no dejan, sin embargo, de facilitar a los terroristas la dosis mínima de legitimidad que necesitan para convencerse de que actúan en nombre de la nación vasca.

Es cierto que no existe una fórmula garantizada de acabar con ETA. Pero, en igualdad de condiciones, la decencia exigiría, como mínimo, no confraternizar con los que consideran que matar concejales es un método legítimo de lucha política.

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