Tribuna:

La izquierda y la palabra

1. La confianza de la derecha ha estado siempre cimentada en la seguridad que da el poder económico, en la fuerza de la tradición y en la convicción de que nadie puede con la servidumbre voluntaria. La confianza de la izquierda se fundaba en la historia, por tanto, en el futuro. Conforme a la gran narración que, como ha escrito Anthony Giddens, «nos coloca en la historia cual seres que poseen un pasado determinado y un futuro predecible», la izquierda sentía el privilegio de interpretar mejor que nadie el camino hacia el mañana. Esta condición de vanguardia le daba la razón en la historia ...

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1. La confianza de la derecha ha estado siempre cimentada en la seguridad que da el poder económico, en la fuerza de la tradición y en la convicción de que nadie puede con la servidumbre voluntaria. La confianza de la izquierda se fundaba en la historia, por tanto, en el futuro. Conforme a la gran narración que, como ha escrito Anthony Giddens, «nos coloca en la historia cual seres que poseen un pasado determinado y un futuro predecible», la izquierda sentía el privilegio de interpretar mejor que nadie el camino hacia el mañana. Esta condición de vanguardia le daba la razón en la historia como fuerza con la que contrarrestar la razón del poder económico de una derecha que la ley del devenir condenaba a la obsolescencia.La realidad no ha seguido el camino prescrito por las ideas de izquierdas, y después del capitalismo no ha venido el socialismo sino el retorno al capitalismo tras el naufragio del socialismo real. La razón de la historia se ha empantanado en el totalitarismo estalinista. Y la izquierda ha perdido la confianza en sí misma. La promesa de futuro sobre la que cimentaban su fuerza tanto el optimismo revolucionario como el realismo reformista se ha estrellado al comprobar que ni el camino rápido del gran estallido ni la vía lenta del Estado de bienestar conducían a la tierra prometida. El desconcierto deriva de que toda la ideología estaba en función de estos presupuestos. De modo que cada una de las palabras que componen el ritual discursivo de la izquierda han perdido su sentido.

Reconstruir el lenguaje, destruido por la contaminación totalitaria y por la apropiación conservadora, es una tarea para la que no hay manuales de conducción, difícilmente compatible con las urgencias del gobierno de cada día. Los laboristas ingleses la abordaron en su larga travesía del desierto en la oposición, los socialistas franceses volvieron al poder cuando sólo estaban empezando a desbrozar el grano de la paja. Los socialistas españoles han optado por elegir candidato antes de renovar las ideas y las palabras. Ganar es lo que importa, dicen los políticos. Pero hay un amplio sector de la ciudadanía que quiere que ganen para que las cosas se hagan de otra manera. Si se trata sólo de asegurar la alternancia podemos suprimir la política por la publicidad, los partidos políticos por los gabinetes de imagen y comunicación.

2. Derrotado el comunismo, la derecha ha tratado de cerrar con urgencia el debate sobre el modelo de sociedad. El discurso del fin de la historia es el adorno teórico que se utiliza para vender la idea de que el cambio social no tiene sentido. De modo más brutal, la Thatcher resolvió el problema: la sociedad no existe. Si la sociedad no existe no hay nada que cambiar, sólo esperar que el mercado nos sea benigno. Dado que la sociedad no existe, la política, que es el arte de actuar sobre los hombres en tanto que ciudadanos (actores de la polis ), es un atraso. La economía se convierte en un fin en sí misma y todo lo demás se da por añadidura. No hay política, no hay alternativa porque el margen de maniobra es irrelevante, de modo que, dicen, la oposición derecha-izquierda no tiene sentido. La alternancia es una rotación en el poder por estrictas razones de eficacia: de vez en cuando hay que sustituir a las personas porque el poder desgasta y corrompe. El progresivo desmantelamiento del Estado se refuerza con el desprestigio de la política y la consagración de un mito: la inexistente sociedad civil. A veces hay que recordar que la razón de ser del Estado está en que una de las formas más recurrentes de autoorganización de la sociedad civil tiene un nombre: mafia. De hecho, después de una década de apoteosis de la cultura de la competitividad (con la izquierda creyendo que su reciclaje consistía en aprender los acentos y los dejes de la derecha), la ciudadanía ha empezado a mostrar su rechazo. La izquierda está ganando terreno en Europa. Aun sin haber recuperado un discurso genuino. Entre la repetición de las viejas palabras totalmente despojadas de sentido y la adopción del vocabulario de la derecha, la izquierda chapurrea un lenguaje difícilmente identificable.

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3. Hay palabras que se han abandonado para evitar la incomodidad de enfrentarse con ellas. Por ejemplo, emancipación. La izquierda consagra su impotencia renunciando al discurso emancipatorio, después de haber ahogado ideológicamente la capacidad de emancipación individual. La izquierda pasó de la servidumbre voluntaria a la servidumbre exigible. La izquierda quiso ser una religión y ha fracasado. Emanciparse quiere decir tener capacidad de decidir por uno mismo. El objetivo principal de la izquierda debe ser crear las condiciones para que todo ciudadano tenga esta capacidad. Estas condiciones pasan por tres pilares del Estado de bienestar: la educación, la sanidad y la justicia. La universalidad y eficacia de estos servicios debe reducir los privilegios de clase. La burguesía destruyó los mecanismos de reproducción de la aristocracia y los reemplazó por un sistema meritocrático (Marx y Engels lo explicaron en el Manifiesto, que ahora cumple 150 años). En el concurso de méritos algunos parten con enorme ventaja. Aunque la limitada eficiencia de las entidades capitalistas (la media de vida de una empresa es del orden de la mitad de la esperanza de vida de los hombres) deje espacio para que se cumpla como anécdota el mito del self-made-man. Apuntándose sin fisuras al discurso de la competitividad, la izquierda asume la meritocracia en su dimensión más sórdida. Frente a la meritocracia, la izquierda debe defender la libertad de los ciudadanos para construir su propio proyecto de vida, que es lo que nos acerca al ideal de emancipación. Entre lo ideal y lo posible hay un abismo. Pero este abismo no es estático. Al delirio que consiste en confundir el ideal con la realidad, forzando las cosas hasta la destrucción del ciudadano para hacer posible lo imposible, se le llama totalitarismo. Pero la negación de todo ideal regulador se llama inmovilismo y conduce a la liquidación de la izquierda y, por tanto, a dejar a las sociedades avanzadas estancadas sin alternativa real posible.

4. La izquierda tiene ante sí la baza europea. Dar contenido político a Europa es un programa que distingue a la izquierda de la derecha. La derecha se da sobradamente por satisfecha si Europa funciona como un mercado único sometido a las exigencias de la ortodoxia económica. La izquierda debe imponer la política como vía de racionalización de la Europa futura. Es decir, debe asegurar que Europa se articule de modo verdaderamente democrático. Porque es a escala europea que hay que defender el Estado de bienestar. Porque Europa es, por definición, un lugar abierto, que no se puede sellar ni con exclusiones ni con imposiciones. Y porque Europa no puede admitir que haya una sola política posible, que es camino que parece haberse inaugurado con la unión monetaria. La izquierda debe hacer de Europa su objetivo para abrirla, para acabar con el juego de las medias palabras y de los oscurantismos con que se ha ido construyendo.

5. Sólo la izquierda puede defender la sociedad abierta. Se ha dicho de muchas maneras: se puede tener una economía de mercado pero no una sociedad de mercado. La sociedad de mercado es aquella que no existe, porque los individuos han sido convertidos en mercancías y las mercancías no establecen relaciones sociales. Este ideal thatcheriano nada tiene que ver con la sociedad abierta. La obsesión productivista, el crecimiento de los diferenciales de rentas y la destrucción del tejido social bajo la lógica darwinista de la competitividad amenazan a las sociedades democráticas con un nuevo autoritarismo, menos aparatoso, quizá más eficaz. La izquierda tiene que defender la libertad antes de que la propia Europa caiga en situaciones regresivas como las que sufren los países del Sur, con sociedades con barrios ricos bunkerizados y barrios pobres expuestos a la degradación y a la algarada permanente.

6. De la tarea de desencantar el mundo que realizó la modernidad nos queda una idea que a menudo resulta insoportable: la vida (la historia) no tiene sentido, pero el sentido es necesario para la vida (y para la historia). La confusión posmoderna intenta suplir este vacío con la indiferencia: puesto que nada es imprescindible, todo es aceptable. De modo que el éxito es la única referencia: a los perdedores no se les reconoce siquiera la dignidad. El final de siglo nos deja un cambio de escala en las referencias que constituyen el marco social. El poder deja de ser concéntrico para tomar una figura reticular. Relaciones de poder transversales se sobreponen e inscriben unas en otras. ¿Qué debe hacer la izquierda hoy? No ser conservadora. La izquierda debe defender la conciencia democrática frente a la conciencia resignada de los que asumen la realidad como un destino sometido a los caprichos del dios mercado. Lo cual equivale a la defensa de la sociedad abierta. Los criterios de la derecha y de la izquierda no son los mismos. Para la derecha se trata de fijar al ciudadano en relación con el sistema de producción. Para la izquierda, la dignidad del ciudadano está por encima de su peso en fuerza de trabajo o en dinero en cuenta corriente. Para la derecha lo importante es el crecimiento económico, para la izquierda la defensa de la cohesión social. La cohesión social no entendida, como se hace desde la derecha, como control efectivo de la ciudadanía que desdibuje la expresión social (el aburrimiento del que habla Aznar), sino la cohesión social como garantía de que todos tienen reconocido el derecho a la palabra -el derecho a ser escuchados-, que da sentido a la condición de ciudadano. La izquierda no debe tener miedo a dar la palabra a sectores sociales que no la tienen, como los parados o como determinadas capas de pensionistas, por más que representen sectores poco activos de la sociedad. Pero ello no le debe hacer perder de vista que la dinámica social la marcan los emprendedores, los que tienen capacidad de inventar, crear e ingeniar nuevos conceptos, nuevas ideas, nuevas empresas, nuevos productos, nuevos horizontes. La complicidad con estas gentes sólo puede establecerse a través de registros de carácter cultural. Precisamente la obsolescencia del lenguaje de izquierdas y su incapacidad para la renovación hacen que a menudo estos sectores no tengan representación política. La izquierda no puede renunciar a su dimensión cultural, no puede entregar todos los valores a la derecha. Desde Isaiah Berlin sabemos que la armonía de valores no existe. Al jerarquizarlos -libertad, igualdad y fraternidad-, la izquierda se está diferenciando de la derecha. Porque la primacía de la libertad se establece sobre un fondo que habitan también la igualdad y la fraternidad. Por eso la radicalidad democrática debe ser el argumento referencial de la izquierda. Radicalidad democrática significa defensa de la política. Cuando la derecha anuncia el fin de la política en favor de la economía está apostando por que la ciudadanía renuncie al uso de la palabra, es decir, al derecho a ser escuchada.

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