Tribuna:

La iguana.

El niño estaba encantado. Había visto a las iguanas en un documental de televisión y desde aquel día no dejó de pedir a sus padres que le compraran un bicho como ése. Era su cumpleaños y el papá se había presentado en casa con una caja de zapatos llena de agujeros. Cuando el chaval la destapó se quedó absorto. Allí estaba, quieto, con las entrañas palpitantes, un joven saurio de color verdoso y cresta espinada. El animal miraba acobardado a su alrededor escrutando cualquier movimiento de los que tan gozosamente le observaban. Unas semanas antes, este pequeño gran lagarto, este vestigio prodigi...

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El niño estaba encantado. Había visto a las iguanas en un documental de televisión y desde aquel día no dejó de pedir a sus padres que le compraran un bicho como ése. Era su cumpleaños y el papá se había presentado en casa con una caja de zapatos llena de agujeros. Cuando el chaval la destapó se quedó absorto. Allí estaba, quieto, con las entrañas palpitantes, un joven saurio de color verdoso y cresta espinada. El animal miraba acobardado a su alrededor escrutando cualquier movimiento de los que tan gozosamente le observaban. Unas semanas antes, este pequeño gran lagarto, este vestigio prodigioso del jurásico, disfrutaba confiado de la libertad absoluta que le permitía arrastrarse convulsa y velozmente por la maraña vegetal que conforma el paisaje de la selva subtropical americana. Probablemente el primer individuo de la especie humana que viera en su corta y hasta aquel momento placentera vida fuera el cazador que le dio captura.

Como esta iguana llegaron varios centenares el viernes de la semana pasada a Barajas junto a otros ejemplares de reptiles y anfibios. El cargamento, procedente de Nicaragua, conformaba un auténtico zoológico de fauna salvaje, con más de 2.000 animales de distintas especies. Había lagartos basiliscos, serpientes multicolores, ranas de ojos enrojecidos, tortugas, galápagos y hasta tarántulas de aspecto inquietante.

Era una partida contratada desde Barcelona por uno de los importadores mayoristas de especies exóticas que operan en nuestro país. Su destino final serían las numerosas tiendas de animales que hay en España y donde en los últimos años se viene registrando una creciente demanda de "bichos raros". Desde que tuvieron la desgracia de caer en la trampa del cazador que los apresó, su existencia había sido un infierno. Les cambiaron la vegetación —luminosa e inmensa de los parajes selváticos que constituían su hábitat natural— por la oscuridad y el aire viciado de unos sórdidos cajones donde esperaron sin mayores cuidados el momento de viajar. Los encerraron después en tarrinas y bolsas de plástico, amarrando las extremidades de los más inquietos y, sin agua ni alimentos, fueron facturados e introducidos en la bodega de un avión en el que cruzarían el Atlántico hasta llegar a la terminal del aeropuerto de Madrid-Barajas. Su situación allí, lejos de mejorar, empeoró in extremis. Era el puente de San Isidro, flojeaba la administración aduanera y al "pedido" le faltaban algunos papeles. Más de 75 horas pasó aparcado el cargamento de seres vivos en las dependencias del aeródromo con el mismo tratamiento que un cajón de tornillos. Famélicos y deshidratados murieron por centenares. Los supervivientes fueron trasladados a un parque safari de Aldea del Fresno donde tendrán un respiro hasta que apañen los trámites para reemprender el calvario que les conduzca a su comercial destino.

La captura incontrolada de especies exóticas, para negocio de unos y divertimento de otros, resulta aún más ignominiosa al constatar las condiciones despiadadas en que se produce el traslado. Un proceder al que no son ajenos quienes, como sucede en Barajas, aplican la misma consideración burocrática y de almacenaje, a criaturas salvajes que a los objetos procedentes del reino mineral. Ocurre, por si fuera poco, en el aeropuerto de Madrid cuando nuestro país está calificado como uno de los grandes coladeros del tráfico ilegal de animales que está esquilmando especies protegidas en vías de extinción.

Pasaron los días y la pequeña iguana que tanto ilusionó al niño en su aniversario comenzó a resultar un engorro. Había que limpiar el terrario, cuidar de que no le faltara agua ni alimento y mantenerla en un lugar de la casa cálido y adecuado. Al animal no se le veía demasiado feliz y tampoco parecía responder a las expectativas suscitadas en aquella familia que le imaginó jugando con el crío como un perrillo faldero. Una noche de invierno lo dejaron encerrado por descuido en la terraza. Bajó la temperatura y el pobre saurio nacido en el trópico no pudo soportar los hielos de madrugada. Ni siquiera se molestaron en enterrarlo. Envuelto en una bolsa de plástico lo tiraron a la basura. Aquella iguana les pareció demasiado salvaje.

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