Tribuna:

Cuando todos los cauces se desbordan

Hay películas que desbordan sus propios cauces, al menos los inicialmente previstos. El desencanto (La 2, 2.40), dirigida por Jaime Chávarri y producida por Elías Querejeta en 1976, es un caso ejemplar: el punto de partida era un cortometraje con y sobre la familia Panero, poeta falangista muerto en 1962. El interés del material rodado con Felicidad Blanc, su viuda, y con los tres hijos del matrimonio, Juan Luis, Leopoldo y Michi, animó al realizador y al productor a convertir el corto en un largometraje de 97 minutos que rompe, también, los cauces de lo que tradicionalmente se entiende...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hay películas que desbordan sus propios cauces, al menos los inicialmente previstos. El desencanto (La 2, 2.40), dirigida por Jaime Chávarri y producida por Elías Querejeta en 1976, es un caso ejemplar: el punto de partida era un cortometraje con y sobre la familia Panero, poeta falangista muerto en 1962. El interés del material rodado con Felicidad Blanc, su viuda, y con los tres hijos del matrimonio, Juan Luis, Leopoldo y Michi, animó al realizador y al productor a convertir el corto en un largometraje de 97 minutos que rompe, también, los cauces de lo que tradicionalmente se entiende por "documental".El desencanto es una película especial, irrepetible y extraordinaria, y lo es por varias razones: en primer lugar, porque demuestra la inutilidad de las clasificaciones por géneros cuando el hecho del que se habla pertenece al ámbito de la creación artística; en segundo lugar, porque rebate la manida separación entre "realidad" y "ficción" y la rebate de la mejor manera posible: rompiendo las hipotéticas fronteras entre uno y otro concepto. Los Panero hablan, recuerdan y discuten sobre ellos mismos al calor de la recreación de una memoria familiar tan dúctil y maleable como todas. Todo es verdad y todo es mentira, y lo que es más significativo: no importa absolutamente nada el que lo narrado sea cierto o falso. Lo importante es la conjunción de los muy distintos talentos en una película excelentemente fotografiada en blanco y negro por Teo Escamilla y a la que el fascinante "juego de la verdad", al que voluntariamente se someten sus protagonistas, la convierte en una inteligente y demoledora carga de profundidad sobre uno de los pilares básicos del conservadurismo más trasnochado: la familia.

1976, fecha de su realización, es un dato importante porque acababa de comenzar una nueva e incierta fase política -lo que se vino en llamar la transición- asentada en el irreversible hecho de la muerte del general Franco, dictador que impuso la intolerancia como forma de convivencia, la represión como método de sojuzgamiento y la mediocridad como baremo selectivo para alcanzar cualquier tipo de poder durante su larga etapa al frente del Estado. Y es en este especial momento político cuando la viuda y los tres hijos de un poeta falangista natural de Astorga (León) aceptan abrir sus corazones y sus mentes a una cámara que dejará magistral constancia de las contradicciones, los delirios, las grandezas, las miserias, la ternura, la crueldad y la lucidez de quienes formaron inicialmente una familia y las cosas de la vida propiciaron el desbordamiento de los cauces establecidos.

Archivado En