Tribuna:

El corazón

Las manifestaciones de cientos de miles de belgas contra las redes de pederastas, los millones de españoles tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco o los millones de británicos a la muerte de Lady Di han creado una tipología en el comportamiento de las masas que, sin ser del todo nueva, desconcierta en tiempos en los que se sentía imperar el individualismo y el enfriamiento colectivo. Hay quien se atreve a considerar este fenómeno como un movimiento potencialmente transpolítico que se abastece no de las manufacturas de la mente, sino de un impulso afianzado en los argumentos del corazón.Por s...

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Las manifestaciones de cientos de miles de belgas contra las redes de pederastas, los millones de españoles tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco o los millones de británicos a la muerte de Lady Di han creado una tipología en el comportamiento de las masas que, sin ser del todo nueva, desconcierta en tiempos en los que se sentía imperar el individualismo y el enfriamiento colectivo. Hay quien se atreve a considerar este fenómeno como un movimiento potencialmente transpolítico que se abastece no de las manufacturas de la mente, sino de un impulso afianzado en los argumentos del corazón.Por sus mendacidades, por sus corrupciones, por su ineptitud y connivencias con la abyección, la clase política ha venido desacreditándose en los últimos años de este siglo. Ni sus líderes en conjunto han mostrado una dignidad superior ni sus ideas han entusiasmado. En silencio o sobre el vacío de la abstención, la ciudadanía ha plasmado su creciente desapego respecto a unos personajes que o eran votados como mal menor o se les soportaba como una fatalidad sin sustitutos. En pocos países hoy, si existe alguno, se produce ya una buena articulación entre gobernantes y gobernados. La vida se desarrolla a sus espaldas y hasta a escondidas de su arbitrariedad. Más que extender ideas solidarias, viven para sus partidismos; más que promover algo mejor, viven para perpetuarse.

Sin buenos conductores, sin representantes genuinos ni credos inteligentes, la ciudadanía ha dejado de fijarse en las ideas y atiende ante todo a la identidad de su corazón. El espíritu de Ermua, las correcciones de la monarquía británica, las limpiezas de políticos y jueces belgas no procedían de las instituciones. Es la voluntad del pueblo quien ahora, emancipado de la autoridad de sus próceres, hace valer la directa humanidad de su emoción.

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