Un trampolín para el Kremlin

Yuri Luzhkov, alcalde de Moscú,utiliza los fastos del 850º aniversario de la capital rusa para potenciar su imagen de presidenciable

El 850º aniversario de una ciudad, aunque ésta tenga 12 millones de habitantes (contando a la población flotante), no tiene por qué marcar a ésta de manera sustancialmente diferente al 849º o el 851º. Moscú, ése es el nombre de la ciudad en cuestión, seguirá siendo la misma cuando pasen los fastos que se inician mañana. Pero su alcalde, Yuri Luzhkov, verá con toda seguridad reforzada su imagen y tendrá un poquito más cerca la mudanza con la que sueña para el año 2000: desde su despacho del Ayuntamiento, en la calle Tverskaia (lo más parecido a la Gran Vía madrileña), hasta el Kremlin, un kilóm...

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El 850º aniversario de una ciudad, aunque ésta tenga 12 millones de habitantes (contando a la población flotante), no tiene por qué marcar a ésta de manera sustancialmente diferente al 849º o el 851º. Moscú, ése es el nombre de la ciudad en cuestión, seguirá siendo la misma cuando pasen los fastos que se inician mañana. Pero su alcalde, Yuri Luzhkov, verá con toda seguridad reforzada su imagen y tendrá un poquito más cerca la mudanza con la que sueña para el año 2000: desde su despacho del Ayuntamiento, en la calle Tverskaia (lo más parecido a la Gran Vía madrileña), hasta el Kremlin, un kilómetro más abajo.Para Luzhkov, la gran fiesta de los 850 años de Moscú supone plantar la guinda en lo alto de un pastel que lleva años preparando y que ha cambiado la cara, incluso puede que las tripas, de la capital rusa. Nada que ver con la tonalidad abrumadoramente gris del Moscú de los tiempos de la Unión Soviética, ni con el800º aniversario, allá por 1947, con Stalin dirigiendo el país con un puño tan de acero como su propio nombre.

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El centro de Moscú tiene, literalmente, la cara lavada y brillante. Centenares de sus espléndidos edificios han renovado sus fachadas y se han cubierto de color. La ciudad se viste de luz por la noche y hasta los árboles se iluminan y decoran como si fuese Navidad. Los fines de semana, los jóvenes llenan centenares de discotecas y clubes en la capital. Y el número 850, el del aniversario, es omnipresente, bajo infinitas presentaciones, incluso con una referida a una película feliniana: ocho y medio (siglos, claro está).

Las cúpulas encebolladas y doradas de los templos ortodoxos proliferan como hongos, como si nunca hubiese habido un régimen que gustaba de convertirlos en solares o, en el mejor de los casos, en museos.

La cebolla de la catedral de Cristo Salvador, a unos pasos del Kremlin, brilla gracias a sus 20 kilos de oro, convertida en un símbolo del nuevo Moscú. Aquí se levantaba antes de la revolución bolchevique una iglesia idéntica en su exterior, que Stalin convirtió en un solar en el que luego se construyó la más famosa de las piscinas al aire libre de todo el mundo. Ayer fue inaugurada por Yeltsin y el patriarca ortodoxo, Alexis II.

Éste es también el Moscú de las esculturas del georgiano Zurab Tsereteli, que, gracias a la protección de Luzhkov, ha llenado la ciudad de enormes monumentos en bronce que espantan a los puristas pero que van configurando el espacio urbano casi tanto como los siete rascacielos que Stalin mandó levantar.

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Sus obras más significativas son la estatua de Pedro el Grande colocada en el río Moscova, las figuras de cuentos infantiles de la plaza del Manezh y el estilizado monolito (conocido peyorativamente como la cucaracha del palo) en el monumento a la victoria en la II Guerra Mundial.

La momia de Lenin

La momia de Lenin debe estar agitándose en el mausoleo de la plaza Roja, y no sólo porque tema que terminen expulsándola de tan privilegiada residencia. El fundador de la URSS se espantaría viendo los quioscos con revistas pornográficas, los numerosos coches de importación y los supermercados de precios que triplican a los de España, en los que se pueden encontrar 40 clases de quesos y 100 marcas de vinos, extranjeros, por supuesto. No, en vano, Moscú se ha convertido en la ciudad más cara de Europa y la tercera del mundo, por detrás tan solo de Tokio y Hong Kong.

Incluso el tráfico es tan caótico como en otras grandes urbes europeas. En apenas seis años, se ha multiplicado por cuatro el número de automóviles, hasta llegar a, los tres millones. Los Mercedes, los BMW y los Volvo ya no son rara avis sólo para foráneos, sino patrimonio, sobre todo, de los nuevos rusos, los grandes beneficiados del tránsito frenético y sin contrapesos hacia la economía de mercado.Les guste o no a otros líderes políticos, éste es el Moscú de Yuri Luzhkov, el carismático alcalde, de 60 años, convertido en un auténtico patrón que se mete en todo y todo lo controla, mal enemigo e inmejorable aliado. El es el auténtico boss el jefe, y hasta el propio Yeltsin debe envidiarle su capacidad para sacar las cosas adelante, al estilo de los grandes alcaldes norteamericanos. Vive y deja vivir. A su estela todo es posible. Al margen sólo cabe el fracaso.

Ytiri Luzhkov dirige la mayor ciudad de Europa con una mano izquierda de hierro, es tremendamente popular y utiliza su poder y su carisma, para proyectarse hacia la presidencia de Rusia. Lo mismo juega al fútbol con Pelé que hace pareja al tenis con Stefi Graff o se pone el casco para ver cómo van las obras de un gran complejo comercial y, si hace al caso, abroncar a los responsables por la lentitud de los trabajos.

Convencido, sin embargo, de que Moscú se le queda chico si quiere suceder a Borís Yeltsin en la presidencia, aparece con frecuencia por televisión, defiende a los rusos que continúan en las repúblicas de la antigua URSS, se asegura una parte de la tarta petrolera que se ventila en el mar Caspio e incluso firma acuerdos internacionales, el más reciente de ellos con Kazajstán.

Cuando en 1.996 un astrólogo predijo que el hombre del próximo presidente de Rusia iba a comenzar por L, se dio por supuesto que se trataba de Alexandr Lébed, el ex general reconvertido a político, artífice de la paz en Chechenia y defenestrado por Yeltsin como secretario del Consejo de Seguridad una vez que dejó de serle útil. Ahora, en cambio, la L más fuerte, y que más apunta hacia el Kremlin, parece ser la de Luzhkov.

Nada se interpone en su camino. Ni siquiera le importa que la Constitución proclame la libertad de movimientos en territorio de la Federación Rusa. Él se la salta a la torera e implanta algo muy parecido a la vieja propriska, el terrible permiso de residencia de los tiempos. soviéticos, y quien no la tiene (es decir, quien no puede comprarla) sufre el acoso policial. Los inmigrantes del Cáucaso, y en general todos los de piel más oscura, son las principales víctimas.

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