Tribuna:

La independencia partida

En la noche del 14 de agosto de 1947, Jawaharlal Nehru pronunció un famoso discurso donde resumía la larga lucha de los nacionalistas indios para alcanzar la independencia: "Hace unos años concertamos una cita con el destino, y ha llegado el momento de cumplir nuestra promesa. Hacia la medianoche, cuando los hombres duerman, la India despertará a la vida y a la libertad". De este modo Nehru anunciaba el nacimiento de un nuevo Estado en un país milenario: la India. Un país de 400 millones de habitantes, incontables divinidades, 15 idiomas oficiales y 850 dialectos; un país donde convivían hasta...

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En la noche del 14 de agosto de 1947, Jawaharlal Nehru pronunció un famoso discurso donde resumía la larga lucha de los nacionalistas indios para alcanzar la independencia: "Hace unos años concertamos una cita con el destino, y ha llegado el momento de cumplir nuestra promesa. Hacia la medianoche, cuando los hombres duerman, la India despertará a la vida y a la libertad". De este modo Nehru anunciaba el nacimiento de un nuevo Estado en un país milenario: la India. Un país de 400 millones de habitantes, incontables divinidades, 15 idiomas oficiales y 850 dialectos; un país donde convivían hasta entonces hindúes, musulmanes, sijs, jainistas, parsis, judíos, budistas y cristianos; un país invadido en siglos precedentes por musulmanes, portugueses, holandeses y británicos.En esa noche de agosto de 1947, el subcontinente indio se dividía en dos Estados: India y Pakistán. El júbilo y la alegría del nacimiento se mezclaban con el horror y sufrimiento de la muerte. La independencia tanto tiempo anhelada fue una independencia bicéfala que partió en dos la tierra y la sociedad indias: por un lado, los musulmanes en Pakistán; por otro, los indios de todas las religiones en una India secular.

En la lucha por la independencia india se fraguó también la partición, si bien no tanto desde el sentimiento popular como por iniciativa de una élite islámica que temía perder sus privilegios en una India democrática, en la cual como comunidad religiosa no dejarían de ser siempre una minoría. Al frente de esta élite se encontraba Alí Jinnah, líder indiscutible de la Liga Musulmana, ex miembro del Congreso indio. Alí Jirmah creía que en un Estado de mayoría hindú los musulmanes, cerca de un 25% de la población, nunca tendrían un trato equitativo. Además, afirmaba, hinduismo e islamismo eran algo más que dos religiones, configurando dos órdenes sociales diferentes cuya coexistencia forzosa llevaría a la destrucción mutua. Fue en 1940 cuando Jinnah proclamó oficialmente la voluntad de crear un Estado musulmán independiente que se llamaría Pakistán, acrónimo que significa también la tierra de los puros. La idea, tomada del poeta-filósofo Muhaminad Iqbal, no había tenido inicialmente mucho éxito, y sólo después de unos años de agitación en que resurgió la escalada de enfrentamientos violentos entre ambas comunidades, la población musulmana comenzó a soñar con la idea de una nación propia.

El apogeo de la lucha por la independencia lo fue también de los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes. Las olas de violencia que azotaban el país anunciaban el desenlace nefasto de los odios y temores acumulados. Finalmente, Jawaharlal Nehru, en nombre del Congreso, aceptó la creación de dos Estados, India y Pakistán, formando Pakistán las provincias con mayoría de población musulmana; el resto sería India. Si en el ámbito de lo teórico la propuesta parecía muy clara, no lo fue en la realidad. Quedaba por resolver la situación de millones de musulmanes que vivían disemina dos por toda la India, así como la población hindú que residía aún en el nuevo Pakistán. De la noche a la mañana, y siguiendo una frontera trazada por una comisión cuyo presidente carecía de todo conocimiento del problema, la población se vio escindida. A partir de este momento comenzó la sangría en uno de los mayores éxodos que haya conocido la humanidad. En dos meses se movilizaron 12 millones de personas, las cuales emigraron con lo puesto. El abandono de los hogares fue acompañado por una inmersión general del país en el odio y la venganza más salvajes. Se calcula que en este breve periodo de tiempo pudieron morir como mínimo medio millón de personas. Las consecuencias económicas de la partición no fueron menos traumáticas. Se repartió el material administrativo -hasta las sillas y los diccionarios-, y hubo quien propuso desmontar el Taj Mahal, mandado construir por el emperador mogol Shah Jahan, para trasladarlo a Pakistán. El orden desapareció cediendo su espacio al caos y al terror. En su libro Los colores de la violencia, el psicólogo Sudhir Kakar describe hasta qué punto imágenes como éstas quedaron impregnadas en la retina de todos los que vivieron el periodo, y pasaron a formar parte de la memoria histórica que se transmite de generación en generación, perpetuando así el conflicto comunalista en la India y el odio entre los dos Estados.

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Nadie, excepto Gandhi, supo prever la catástrofe acontecida. Su oposición desde el principio fue rotunda. Para él la sociedad india era como un tapiz compuesto por distintos pueblos y religiones, no pudiéndose separar los hilos de la urdimbre sin que todo el dibujo se viese afectado. La segregación de musulmanes e hindúes destruiría la esencia de la realidad india. Jinnah, en cambio, afirmaba que una vez alcanzado el objetivo político, desaparecerían las rivalidades religiosas. Nada más lejos de su predicción. En Pakistán apenas sobrevivió el 1% de hindúes.

Las relaciones desde entonces entre ambos países han estado presididas por la desconfianza y salpicadas por tres guerras, de una de la cuales surgió en 1971 Bangladesh por escisión del Pakistán oriental. Luego, el litigio por Cachemira ha impedido cualquier intento de entendimiento. Más allá de las reivindicaciones territoriales de Pakistán, Cachemira representa una batalla ideológica que nos devuelve a los planteamientos iniciales: ¿pueden los musulmanes vivir siendo minoría en un Estado laico, o por el contrario necesitan vivir en un Estado islámico? El fantasma de la partición asoma de nuevo.

Este año, en el que se celebran las bodas de oro y sangre de la independencia y de la partición, los nuevos Gobiernos de ambos países han emprendido unas conversaciones de acercamiento, imprescindibles desde el punto de vista de las respectivas economías. Pero el resentimiento sigue ahí. Entretanto, la insurgencia de Cachemira en pos de la mágica azadi (independencia, libertad) cobra dimensiones propias, como problema ya casi insoluble que constituye hoy la principal amenaza para el Estado cuyo nacimiento conmemoramos.

Eva Borreguero es socióloga.

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