Editorial:

Irritación ortodoxa

EL CONFLICTO entre el presidente de Rusia y la Iglesia ortodoxa por la ley sobre libertad de conciencia y asociaciones religiosas ha sido el primer enfrentamiento entre un Borís Yeltsin siempre dispuesto a capitalizar los símbolos de la nación rusa y una Iglesia que se debate entre tentaciones de encabezar las tendencias más nacionalistas de la nueva Rusia y su poca credibilidad por su larga historia de cooperación con el poder en Moscú.Durante el año de elaboración de la ley, el Kremlin no encontró nada objetable en ella. Sólo algún diputado liberal protestó por un texto que privilegia...

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EL CONFLICTO entre el presidente de Rusia y la Iglesia ortodoxa por la ley sobre libertad de conciencia y asociaciones religiosas ha sido el primer enfrentamiento entre un Borís Yeltsin siempre dispuesto a capitalizar los símbolos de la nación rusa y una Iglesia que se debate entre tentaciones de encabezar las tendencias más nacionalistas de la nueva Rusia y su poca credibilidad por su larga historia de cooperación con el poder en Moscú.Durante el año de elaboración de la ley, el Kremlin no encontró nada objetable en ella. Sólo algún diputado liberal protestó por un texto que privilegiaba a la Iglesia ortodoxa y discriminaba a las demás. Aunque su reacción fue tardía y bajo presión internacional, Yeltsin intervino y vetó la ley . Pidió al Parlamento que la armonizara con los compromisos internacionales de Rusia.

La Iglesia ortodoxa, tras su primer rechazo, parece hoy dispuesta al diálogo con el poder político. Ha sentido por primera vez los límites que la democracia marca, incluso a una confesión que se considera con una misión especial en defensa de la nación rusa. En todo caso, el debate sobre la delimitación de los espacios que corresponden al poder político y a la Iglesia mayoritaria es positivo para el Estado, para la democracia y para la Iglesia ortodoxa. El Estado ruso siempre utilizó a la Iglesia ortodoxa para sus fines. Esto minó la credibilidad de esta Iglesia. La clara separación es necesaria para que no haya ambigüedades. Porque las democracias o son laicas, o no son.

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