Tribuna:

Geometría y destino

Fui a dar una charla a la cárcel de Soto del Real y me enteré de la siguiente historia: un colombiano de clase media venida a menos, que jamás había tenido relación con la delincuencia ni los ambientes carcelarios, decidió viajar a Madrid para buscar trabajo y traer después a su familia. Había oído mil historias fantásticas sobre nuestra afición a la droga y los precios que pagábamos por ella, así que cayó en la tentación de esconder en su equipaje un kilo o dos de cocaína cuya venta le ayudaría a salir adelante en los primeros tiempos. Pero la sustancia fue detectada por los servicios aduaner...

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Fui a dar una charla a la cárcel de Soto del Real y me enteré de la siguiente historia: un colombiano de clase media venida a menos, que jamás había tenido relación con la delincuencia ni los ambientes carcelarios, decidió viajar a Madrid para buscar trabajo y traer después a su familia. Había oído mil historias fantásticas sobre nuestra afición a la droga y los precios que pagábamos por ella, así que cayó en la tentación de esconder en su equipaje un kilo o dos de cocaína cuya venta le ayudaría a salir adelante en los primeros tiempos. Pero la sustancia fue detectada por los servicios aduaneros de Barajas y el buen hombre dio con sus huesos en la cárcel.De súbito, no sólo había cambiado de país, Sino de dimensión. A marchas forzadas, tuvo que aprender hábitos de conducta y códigos de relación interpersonal que ni siquiera había imaginado que existieran. Por vergüenza, no había dicho a sus familiares que estaba en la cárcel, sino que andaba buscando un lugar fijo en el que instalarse. Tan pronto como diera con él, les enviaría una dirección a la que pudieran escribirle.

A medida que pasaba el tiempo, las mentiras se iban haciendo más complicadas. Desde el teléfono público de la cárcel hablaba unos minutos con su mujer, y unas veces le decía que estaba en Madrid y otras que se encontraba en París, donde había surgido una posibilidad de trabajo inesperada.

Europa debió ir convirtiéndose para los suyos en un territorio mítico por el que te podías mover como por las habitaciones de tu casa, pues desde París viajó a Bruselas y luego a Estocolmo, Oslo, Copenhague... Siempre estaba a punto de encontrar el trabajo definitivo que les permitiría reunirse de nuevo, aunque por el momento era impredecible señalar bajo el imperio de qué idioma. Con el tiempo, y a medida que Europa se quedaba pequeña, el territorio entre llamada y llamada se fue haciendo más ancho, hasta que dejó de hacerlas por puro agotamiento; o quizá porque se había realizado la metamorfosis completa, y la única dimensión a la que pertenecía ya era la configurada por las paredes de la cárcel, sus ruidos, sus costumbres, su disciplina y aquel conjunto de hombres, curtidos en general por el delito, cuyo afecto había aprendido a valorar.

Pasaron los años, y uno de los hijos, adolescente cuando se produjo su partida, decidió viajar a Madrid con la determinación de llevar a cabo la promesa de bienestar incumplida por el padre desaparecido en los paraísos europeos.

Lo mismo que él, cayó en la tentación de esconder en su equipaje una cantidad indeterminada de droga con cuya venta haría frente a los primeros gastos: quería disponer enseguida de una casa, de una dirección a la que su madre remitiera todas las cartas que no pudo enviar a su marido. Como cabe suponer, también el hijo fue detenido en el aeropuerto de Barajas, de donde pasó a los calabozos del juzgado. Le cayó una condena semejante a la de su padre y se dispuso que la cumpliera en la cárcel de Soto de Real, donde un día, paseando por el patio, se cruzó con su padre.

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Personalmente, cuando me pongo en el lugar del padre, pienso que, tras el relámpago de extrañeza sobrevenido entre su mirada y la mía, habría fingido no reconocer al joven por pudor. Lo contrario significaba borrar de golpe los viajes a Francia, Alemania, Dinamarca..., y aceptar la derrota cuya confesión había sido tantas veces aplazada. Así que habría continuado andando y, si lograba llegar hasta el fondo del patio sin que se me doblaran las piernas, lograría dar la vuelta y cruzarme ya una y mil veces con él con la fuerza precisa para hacerme el sueco; o el belga, da lo mismo.

Pero si me coloco en el lugar de mi hijo y pienso en la necesidad de un padre cuando uno pasa de una a otra dimensión, imagino que, a pesar del pudor, no sería capaz de contribuir al mantenimiento de ese engaño.

Lo que quería señalar, en fin, es que la existencia está llena de determinaciones matemáticas que funcionan con una independencia absoluta de nuestra voluntad.

Una bisectriz, nos guste o no, ha de pasar por la mitad del ángulo. Del mismo modo cruel, hay vidas condenadas a coincidir en Soto del Real.

El destino es una forma de geometría.

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