Tribuna:

Celebración de la maravilla

Muchos años después, Rubén Darío recordaría el día en que su padre lo había llevado a conocer el hielo. Y los cuentos pintados, las manzanas de California y el champaña de Francia, como recuerda en su autobiografía. Cuando pocos años después era enterrado en León el general Máximo Jerez, prócer de la unión centroamericana y padrino de bautismo de Darío, otro prócer exiliado en Nicaragua, el general Rafael Uribe y Uribe, diría en su magistral discurso fúnebre, de esos que sólo sabían decir los colombianos, entorchados o vestidos de luto, que en Centroamérica era medianoche todavía. Como, ¡ay!, ...

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Muchos años después, Rubén Darío recordaría el día en que su padre lo había llevado a conocer el hielo. Y los cuentos pintados, las manzanas de California y el champaña de Francia, como recuerda en su autobiografía. Cuando pocos años después era enterrado en León el general Máximo Jerez, prócer de la unión centroamericana y padrino de bautismo de Darío, otro prócer exiliado en Nicaragua, el general Rafael Uribe y Uribe, diría en su magistral discurso fúnebre, de esos que sólo sabían decir los colombianos, entorchados o vestidos de luto, que en Centroamérica era medianoche todavía. Como, ¡ay!, lo sigue siendo.Este parentesco entre Rubén Darío y Gabriel García Márquez no es sólo verbal, ni es casual, ni está nada más en los discursos, como debemos recordar en este año de aniversarios: los cien años de Prosas profanas, y los treinta de Cien años de soledad Sobre los dos, cada cual en su época, la Fama, en mayúscula neoclásica, desciende entre nimbos de gloria para ceñirles en la cabeza la corona de lauros.

La Fama que despliega su peplo con un rumor de páginas al viento. Sólo el público lector la concede, y sólo el tiempo terco es capaz de extender su cauda luminosa -o cauda férica, como diría Rubén entre los relámpagos del lenguaje modernista- Los escritores tratados como artistas de la pantalla, flores, seda y champaña, y obligados, además, a opinar en todo como grandes gurúes iluminados. Ese es el poder ecuménico de la palabra, su poder demiúrgico.

A su regreso triunfal a Nicaragua en 1907, Darío fue paseado por las calles alfombradas de flores, bajo los arcos triunfales. Y cuando volvió para, morir, en 1916, las gentes del pueblo despegaron el tiro de caballos del coche para llevarlo a pulso por las calles de León, su apoteosis ya triste y más postrera. Pero ya antes los sindicatos de artesanos lo habían propuesto como candidato presidencial. En Cartagena yo he oído las voces que persiguen por la calle a García Márquez repitiendo que ése es el hombre para acabar con los males que afligen a Colombia, una manera más de celebrarlo como héroe, o como príncipe de los trópicos, ¡oh, cisnes!La Fama se alza así, con su trompeta áurea, desde los salones finiseculares donde los versos bordaban su caligrafía en abanicos y en álbumes, a las barberías de los pueblos del Caribe donde un ejemplar descuadernado de Cien años de soledad cuenta las guerras sin fin del coronel Aureliano Buendía, historias manoseadas y releídas siempre con gusto y en asombro, porque gusto y asombro son padres de toda posteridad, igual que los pajes se disputaban El Qujote en las antecámaras palaciegas. El triunfo mundano y popular de la palabra. La maravillosa profanación de la palabra que la vuelve prosa profana.

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La celebración parte, entonces, de la palabra. Es la celebración de la maravilla. Los libros que se celebran como fastos, como grandes alboradas de la lengua, son los verdaderos hitos de nuestra historia patria, en Cartagena de Indias y en Santiago de los Caballeros de León de Nicaragua. Para los críticos queda organizar el conocimiento de la novedad, pero la novedad verdadera fulgura en las vitrinas de las librerías y reina con orgullo de sus oropeles, oros que deslumbrarán mañana porque su prueba de agua regia es el paso de una generación a otra, como ya ha pasado Cien años de soledad a lo largo de estos treinta años, por manos de varias generaciones. La maravilla de la eternidad.

Hay ya un lenguaje dariano y un lenguaje garciamarquiano, o gabiano. Novedad, oropel, artilugio, deslumbre. Tan fácil que pareció a muchos imitar esos deslumbres y sonoridades en Darío, y él, repitiendo desde las palabras liminares de Prosas profanas: "Mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal, y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea". Y tan fácil que ha parecido a otros fabricar las segundas partes de Cien años de soledad, los viejos Avenalleda que vuelven a las andadas entre nubes de mariposas amarillas, como si fuera sólo cosa de ninfas y centauros. Pero, al mismo tiempo, ¿no está en la imitación la virtud del modelo?

En los finales del siglo XIX, a la aparición de Prosas profanas, la poesía fue la modrnidad, el modernismo era la renovación de la lengua, su aventura. Los libros de poesía fueron entonces best-sellers, el retrato de Darío estaba en las portadas de las revistas ilustradas. En los finales del siglo XX, después de Cien. años de soledad, la corona de la Fama desciende sobre la cabeza del novelista, suyos son los lauros pamasianos.

Pero es la misma literatura nuestra. La literatura hija de esa deidad primigenia que llamamos Caribe -española, india, africana- y que reina de la ciénaga de Aracataca a la llanura volcánica de Nicaragua. El Caribe nuestro -una dimensión cultural más que geográfica-. Cartagena, o León, la ciudad donde un día el coronel Félix Ramírez Madregil llevó de la mano a un niño a conocer el hielo, y el coronel Aureliano Buendía habló vestido en arreos de gala en unos funerales de gran pompa bajo el sol calcinante.

Sergio Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua.

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