Tribuna:

Billetes falsos de libre circulación

Ahora que se habla tanto de dinero, que prácticamente no se habla más que de dinero, me parece oportuno rebajar el nivel astronómico de las cifras que se manejan y que para el lector modesto de periódicos, mientras conduce el taxi, sirve una caña de cerveza o espera sin demasiada fe a que entren clientes en su tienda, se han convertido en nube amenazadora e inquietante sobre un destino personal cada día más angosto. Sienten estos ciudadanos de a pie (por arduo que les resulte entenderlo a través de las embrolladas explicaciones que finge suministrarles la televisión o la prensa) que esos miles...

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Ahora que se habla tanto de dinero, que prácticamente no se habla más que de dinero, me parece oportuno rebajar el nivel astronómico de las cifras que se manejan y que para el lector modesto de periódicos, mientras conduce el taxi, sirve una caña de cerveza o espera sin demasiada fe a que entren clientes en su tienda, se han convertido en nube amenazadora e inquietante sobre un destino personal cada día más angosto. Sienten estos ciudadanos de a pie (por arduo que les resulte entenderlo a través de las embrolladas explicaciones que finge suministrarles la televisión o la prensa) que esos miles de millones del erario público tan pronto en manos de un futbolista como de un financiero como de un empresario como de un político, si bien no pasan de ser abstracción alejada de la realidad que supone el propio monedero, destilan, por otra parte, la sospecha de pertenecer a la misma especie de esas piezas rubias, unas con agujerito y otras no, que se usan para devolver el cambio de una carrera o una consumición. Y a veces la sospecha se amplía vertiginosamente, azuzada por el recuerdo de los montoncitos que se lleva Hacienda sin que nadie nos permita preguntar en qué los gasta. Por algún lado debe tener que ver una cosa con otra. O sea, que algo sí nos concierne. Es como vivir junto a una catarata formidable y estruendosa y querer apartarse para que no nos ensordezca ni nos arrastre, sin dejar de pensar al mismo tiempo que la tromba se está llevando algo nuestro cuanto más nos apartamos, ya que se alimentó de nuestras concesiones, de los miles de millones de pequeños arroyos deducidos del salario del trabajador.Pues bueno, y es a lo que voy: en el salario (le un trabajador o de un ama de casa de los que andan por la calle, cogen el metro, hacen sus cuentas para poder llegar a fin (le mes y no se pueden comprar ni muchísimo menos todo lo que necesitan significa algo muy importante un billete de dos mil pesetas, por ejemplo. Y el ejemplo no está puesto aquí a humo de pajas o por pura retórica, no.

He hablado de los billetes de dos mil pesetas porque circulan muchísimos que están falsificados. Ya nos avisaron hace algunos meses; hubo un programa de televisión, creo. Se distinguen de los otros en que resultan más blanduchos al tacto, ostentan un rosáceo un poco desteñido y sobre todo llevan una marca absolutamente delatora en su parte posterior. Para que la advertencia sea útil y precisa, vamos a llamar parte frontal a aquella en que aparece el rostro de José Celestino Mutis, eximio botánico gaditano del siglo XVIII, con una lupa en la mano derecha para examinar cierta especie floral que sujeta con la izquierda; y parte posterior, a la que representa una de las puertas de acceso al hermoso Jardín Botánico de Madrid. En ese lado del billete, y por encima del grabado de la citada puerta, hay un rectángulo en blanco, y es donde se nota la pifia: se trata de una rayita de color rosa situada en sentido vertical, bastante perceptible aunque haya poca luz. Los de curso legal no la llevan.

Cuando se alertó hace meses al ciudadano de la aparición de esta plaga de billetes falsos se hacía hincapié en un detalle que no dejaba de llevar su lógica. Al que nos intentara colar -ya fuera de buena o mala fe- uno de esos billetes falsos había que devolvérselo inmediatamente, porque ir a pedirle cuentas al banco resultaba pretensión absolutamente absurda. El banco -como es natural- se arruinaría si admitiera todos esos billetes falsos y los cambiara por buenos.

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Pues bien, lo que me mueve a escribir este artículo es la evidencia de que aquella lógica ha fallado estrepitosamente, porque los cajeros automáticos no hacen más que vomitar billetes de dos mil pesetas con la consabida rayita y el rostro de José Celestino Mutis más arrugado y de peor color. En resumen, el banco ha dejado de encogerse de hombros para colaborar. Y yo pregunto: ¿de eso a quién se protesta? ¿Cómo puedes devolverle el dinero a un cajero automático? ¿Pulsando qué tecla? O dicho en otras palabras: si el banco te tima miserablemente, ¿cómo no va a surgir en la persona más cabal el deseo de seguir colando moneda falsa y aumentando de esa manera en los profesionales del engaño el deseo de falsificarla, ya que gozan de tal impunidad?

No estoy clamando, pues, contra los falsificadores de oficio, que si bien montaron un negocio ilegal, como hay tantos, por lo menos demostraron cierto ingenio artesanal, sino delatando un hecho muchísimo más grave. Un hecho directamente ofensivo para el ciudadano español y que parecen ignorar los medios de comunicación que tanto empeño ponen en discutir la legitimidad o ilegitimidad de sus negocios y en airear, al ritmo del bolero de Ravel, querellas que parecen peleas de marcianos.

Estoy avisando, indignada, de un hecho concreto y tangible que comentan y padecen muchos vecinos de mi barrio: algunas entidades bancarias están echando a sus máquinas y poniendo en circulación billetes falsos de dos mil pesetas. Suena muy fuerte, ¿no? Pues es la pura verdad.

No me meto en más comentarios.

Carmen Martin Gaite es escritora.

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