Tribuna:

Hombre del plátano

Viví durante algunos años en un apartamento de la calle de Cartagena cuyas ventanas daban a una parada de autobús. El paisaje humano de la marquesina era siempre igual y siempre distinto. Yo trabajaba en casa y cada vez que me levantaba a beber agua solía asomarme para comprobar que todo estaba en orden: si eran las diez, veía a la señora de la bolsa de plástico de Pryca con una niña coja de la mano; si las once, al jubilado que nunca tomaba el autobús, aunque permanecía no menos de veinte minutos en la parada, dejando pasar una oportunidad tras otra para sorpresa mía y de quienes hacía...

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Viví durante algunos años en un apartamento de la calle de Cartagena cuyas ventanas daban a una parada de autobús. El paisaje humano de la marquesina era siempre igual y siempre distinto. Yo trabajaba en casa y cada vez que me levantaba a beber agua solía asomarme para comprobar que todo estaba en orden: si eran las diez, veía a la señora de la bolsa de plástico de Pryca con una niña coja de la mano; si las once, al jubilado que nunca tomaba el autobús, aunque permanecía no menos de veinte minutos en la parada, dejando pasar una oportunidad tras otra para sorpresa mía y de quienes hacían cola junto a él. Tal vez era un modo de atravesar el tiempo: quizá mientras permanecía allí, al lado de los otros viajeros, imaginaba que era un vendedor de biblias que iba de un barrio a otro con la agresividad con que los comerciales de la empresa de su yerno se movían entre Madrid y Barcelona para estudiar el modo de vender salchichones en Valladolid.La gente más inquietante en general era la de media mañana, por la dificultad de aventurar a dónde diablos iban a esa hora. Los madrugadores, sin embargo, carecían de complicaciones: uno pensaba que se dirigían a la oficina y listo. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta solución se reveló perturbadora al configurar una idea burocrática del mundo que yo mismo acentuaba de manera inconsciente llevando una relación de las personas que permanecían en la parada a las horas en que ejercía mi rutinario control sobre aquel microcosmos. Por entonces tenía una pecera con dos peces rojos a los que echaba de comer cuando me levantaba. Con frecuencia, arrojaba unas escamas también a los moradores de la marquesina sin que éstos se pelearan por ellas.

Los domingos era muy desasosegante asomarse a la ventana y ver aquel espacio totalmente vacío, igual que un sábado en el que al despertarme habían desaparecido los peces. Di con ellos debajo del sofá y luego supe que era corriente en esta clase de animales suicidarse saltando fuera de la campana. No se sabe, sin embargo, de nadie que se haya matado saltando fuera de la marquesina, a menos que lo haga al paso del autobús, uno de los modos más salvajes de quitarse de en medio.

Bien, éste era mi modo de controlar el funcionamiento de la realidad. Me sentía como un encargado de mantenimiento con la tarea de pasar la lista cada hora. Por eso, cuando alguien faltaba más de cuatro o cinco días, sufría ataques de angustia, dudando si debía dar parte de la desaparición a la policía municipal o a los bomberos. Durante la gripe del invierno del ochenta, que diezmó a "la población y a mí mismo me obligó a guardar cama durante una semana, daba miedo asomarse a la ventana en paños menores y no ver bajo la marquesina ningún rostro conocido.

El caso es que un día desapareció un señor idéntico a ni¡ padre y que llevaba, como él, una cartera negra. De pequeño, yo creía que papá se traía trabajo a casa, lo que sirvió para perdonarle otros defectos, hasta que descubrí que usaba la cartera para guardar un termo de café y un plátano. El sujeto que digo era de esa clase: si hubiera tenido rayos X en los ojos, estoy seguro de que en su cartera habría visto lo mismo que en la de mi padre. Por eso le tenía un afecto especial. Aguardé su regreso durante meses hasta que alcancé la dura conclusión de que posiblemente había fallecido (tenía más o menos la edad de mi padre cuando saltó fuera de la marquesina al paso del 40).

Años después, me fui a vivir a una casa más grande, en San Bernardo, también frente a una parada de autobús que comencé a controlar enseguida. Y, lo que son las casualidades de la existencia, allí volví a encontrar al hombre de la cartera negra con su termo y su plátano. Se ve que había cambiado de barrio por alguna circunstancia: a veces sucede. Pues parecerá una tontería, pero interpreté el suceso como la prueba de que uno puede rectificar algunas cosas de su vida. De hecho aquel hombre había cambiado de marquesina, aunque el autobús fuera el mismo y le condujera al lugar de antes. Tampoco se puede tener todo, eso es lo que me dije con la alegría propia de quien recupera a un ser al que había dado por muerto.

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