Tribuna:

Valladolid / Madrid

A mi lado, en la barra del bar, había una chica a punto de tomar una decisión dolorosa, pero necesaria. Se lo noté en el gesto, aunque podía haberle leído también el pensamiento, pues tengo poderes que utilizo muy poco porque me dan dolor de cabeza. Cuando terminé mi cosumición, permanecí junto a ella, enviándole energías positivas. Enseguida, sacó un móvil del bolso y marcó.-Hola, mamá -dijo-, estoy en Valladolid. Sí, es casi todo autopista y se llega enseguida.

Después de un par de frases más de trámite, colgó lanzándome una mirada de censura, como si me dedicara a escuchar conversaci...

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A mi lado, en la barra del bar, había una chica a punto de tomar una decisión dolorosa, pero necesaria. Se lo noté en el gesto, aunque podía haberle leído también el pensamiento, pues tengo poderes que utilizo muy poco porque me dan dolor de cabeza. Cuando terminé mi cosumición, permanecí junto a ella, enviándole energías positivas. Enseguida, sacó un móvil del bolso y marcó.-Hola, mamá -dijo-, estoy en Valladolid. Sí, es casi todo autopista y se llega enseguida.

Después de un par de frases más de trámite, colgó lanzándome una mirada de censura, como si me dedicara a escuchar conversaciones. Luego pagó su consumición, consultó su reloj y abandonó el establecimiento con el apresuramiento de las citas secretas.

Yo sabía que estábamos en Madrid, desde luego, pero soy muy sugestionable, así que empecé a imaginar la posibilidad de que aquel bar perteneciera a una calle de Valladolid, donde no he estado nunca. Empezaba a anochecer y tuve miedo. A lo mejor, pensé, ni siquiera sería capaz de dar con un hotel donde me permitieran alojarme, pues había salido de casa sin el carné de identidad. Me vi tirado en medio de la acera como un mendigo y sufrí un ataque de pánico. Por fortuna, conozco unos ejercicios de relajación que puedes hacer en público sin que se note que estás mal de los nervios. Al poco, una vez dominado el temblor de las piernas, salí a la calle y comprobé con alivio que estábamos en Madrid. De todos modos, volví corriendo a casa por miedo a cambiar de ciudad al atravesar una calle.

Como mi madre lee también el pensamiento, notó enseguida que estaba espantado. Tuve que decirle que había visto un muerto.

-¿Se te ha vuelto a aparecer tu padre en el bar? -dijo.

-No, no, un muerto de verdad, de accidente de moto.

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Cenamos en silencio, ella en sus cosas y yo en Valladolid. No se me iba la idea de la cabeza.

-Es una suerte que vivamos en Madrid -dije mientras tomábamos el postre, para ver cómo reaccionaba.

-¿Por qué? -preguntó.

-Se trata de una ciudad con muchas posibilidades para el que quiera trabajar o estudiar. Hay museos, bibliotecas...

-Para hacer lo que tú, igual daría que estuviéramos en Valladolid.

Es normal que me reproche que vivamos de su pensión de viuda, pero ¿por que había mencionado Valladolid? Me fui a la cama un poco trastornado y recordé cuando me dijo que mi padre se había ido al cielo: sé que está en el infierno porque era un hijo de perra y porque me lo ha contado él mismo en sus apariciones. A lo mejor, pensé, he alcanzado la edad en la que te hacen saber que sólo existe Valladolid, aunque juguemos, por pena, a llamarla Madrid. 0 Cincinnati. Rogué a Dios que no me lo dijera de golpe y me dormí lleno de presentimientos. Soy tan sugestionable... Un jueves del mes anterior, por ejemplo, me levanté con la idea de que habíamos saltado del miércoles al viernes. Al llegar al domingo, que es el único día verdaderamente inconfundible, tuve la sensación de que un psicópata había mutilado la semana, y por la noche soñé que mi madre me llamaba a su lado para decirme que no tenía edad de creer en los jueves.

-Es mejor que te hagas a la idea, hijo, los jueves no existen. Se trata de una invención de los padres para hacer a los niños más felices.

Así que al día siguiente, durante el desayuno, volví a hacer un par de alusiones a las ventajas de vivir en Madrid sin que mi madre se manifestara. Intenté leerle el pensamiento, pero lo tenía en blanco, como siempre. Me fui de casa sobrecogido y al mediodía la telefoneé desde el bar diciéndole que no me esperara a comer porque estaba en Valladolid.

-Se tarda muy poco -añadí-; es casi todo autovía.

Cuando salí a la calle, reconocí los edificios y, sin embargo, supe, igual que la chica del bar, que estaba en una ciudad distinta, donde no llegaba la influencia de mi madre. Sólo que yo no tenía una cita clandestina.

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