Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

El país de las águilas

Por Albania, país donde nunca he puesto los pies y que sólo conozco por las buenas novelas de Ismail Kadaré, tuve una de las más encrespadas discusiones que recuerdo. Mi contrincante fue un demonio de apariencia femenina llamado Uma Thurman, sueca de origen y actriz de profesión, de lanceolada silueta y glaucos cabellos, con quien, para felicidad de mis ojos y tragedia de mis convicciones y gustos, coincidí en el jurado del Festival de Cine de Venecia, hace un par de años.Valiéndose de infinitos recursos persuasivos (la inteligencia, el llanto, la seducción, el chantaje, la intimidación, el ru...

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Por Albania, país donde nunca he puesto los pies y que sólo conozco por las buenas novelas de Ismail Kadaré, tuve una de las más encrespadas discusiones que recuerdo. Mi contrincante fue un demonio de apariencia femenina llamado Uma Thurman, sueca de origen y actriz de profesión, de lanceolada silueta y glaucos cabellos, con quien, para felicidad de mis ojos y tragedia de mis convicciones y gustos, coincidí en el jurado del Festival de Cine de Venecia, hace un par de años.Valiéndose de infinitos recursos persuasivos (la inteligencia, el llanto, la seducción, el chantaje, la intimidación, el ruego) y una capacidad para la intriga digna de Maquiavelo y Rastignac juntos, se las arregló para que obtuviera el premio especial del concurso la horrenda película Natural born killers (Asesinos natos), del demagogo Oliver Stone, y figurara en el palmarés L'America, del italiano Amelio, que mostraba a Albania como un país de pesadilla, poblado de enjambres subhumanos que mendigan o roban, racimos de hombres-larvas aturdidos por el hambre y la desocupación. Estoy seguro de que quienes desconocen Albania tanto como yo y vieron aquella película tienden a creer que ella fue profética, pues, en un país semejante y de gentes así, los horrores que están sucediendo en estos días tenían que ocurrir de todos modos, tarde o temprano. Como los de Ruanda, Burundi o Haití.

Sin embargo, la verdad es que la desintegración generalizada y el caos social y político que se ha apoderado de Albania, en vez de merecer esas confortables lamentaciones o espantadas sorpresas que escuchamos y leemos a diario en los medios de los países civilizados, hablando de la tragedia albanesa como si hablaran de la luna, debería ilustramos sobre lo precario de nuestra condición, y abrimos los ojos respecto de la fragilísima película sobre la que se asientan la modernidad, el progreso, la cultura democrática en las sociedades desarrolladas. Igual que la ex Yugoslavia, la crisis de Albania demuestra que, así como es largo y costoso acceder a la civilización, el retroceso a la barbarie es facilísimo, un riesgo contra el cual no hay antídoto definitivo.

Una de las explicaciones más disparatadas sobre el desplome de la legalidad y el orden en Albania es que la culpa la tendría el 'capitalismo', o, como prefiere la jerga bienpensante, el 'ultralibealismo' que el ex cardiólogo y protegido de Enver Hoxha, el presidente Sali Berisha, habría tratado de imponer a marchas forzadas para complacer a sus amos occidentales (Estados Unidos, principalmente, que lo trataba con más benevolencia que a sus rivales políticos desde que se proclamó anticomunista). La verdad es distinta. El medio siglo de despotismo estalinista que padeció esa sociedad esterilizó de tal manera su vida social y económica -sólo la policial y represiva funcionó- que ninguna institución pudo echar raíces luego, cuando la dictadura se derrumbó.

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Se derrumbó, pero, alto ahí, un puñado de dignatarios del viejo régimen. Los gobiernos occidentales aceptaron sus protestas de que la democratización de Albania estaba en marcha.En verdad, se trataba de una pura farsa. Al igual que en Rusia, y por las mismas razones, la endeblez o nulidad absoluta de las instituciones civiles -en especial, la de los jueces y tribunales- dio cancha libre al imperio de las mafias, pandillas de delincuentes encabezadas por ex policías y burócratas del régimen comunista que pasaron a administrar las empresas (o, más bien, a saquearlas), vender protección a los particulares e incluso a visar los pasaportes y franquear el acceso en las fronteras a los camiones con mercancías. Hace un año, más o menos, hubo un magnífico documental sobre este tema en la BBC, que mostraba con impresionantes testimonios cómo la industria del narcotráfico había sentado sus reales en Albania en la más absoluta impunidad. La fuerza bruta pasó a ser la única forma de legalidad, y la corrupción se extendió a todos los niveles sociales como la principal tabla de supervivencia.

En estas condiciones, en América Latina, el Ejército saca los tanques a la calle y toma el poder. Pero, en países como Albania (o Rusia, para el caso), la anorexia económica que resulta de varias décadas de centralismo, estatismo y planificación es tan profunda que ni siquiera las instituciones privilegiadas, como las Fuerzas Armadas, se libran de desfallecer y arruinarse al extremo de perder incluso ese espíritu de cuerpo y los reflejos jerárquicos imprescindibles para dar un golpe de Estado. La facilidad con que la muchedumbre enardecida asaltó los cuarteles y comisarías en Tirana, Durres, Skodra y otros lugares y se apoderó de por lo menos 200.000 fusiles es muy elocuente sobre la moral que reinaba en el estamento militar. Por eso, es probablemente cierta la afirmación de que, en algunos centros, los propios oficiales estimularon el saqueo, para disimular los tráficos con las armas y municiones que, desde hacía ya buen tiempo, eran la principal fuente de sustento para los militares.

En este contexto de penuria económica, indefensión política, vacío institucional e incertidumbre colectiva, resulta muy fácil creer en milagros, como las "inversiones piramidales". Es curioso cómo esta estafa se repite, una y otra vez, en los países pobres o en crisis, y, pese a ello, nadie aprende la lección y millares o millones de inocentes vuelven a caer en la trampa. Ésta es burda hasta lo cómico. Un banco o una financiera ofrece intereses elevadísimos y a corto plazo por los ahorros de sus clientes, y los primeros inversores van recibiendo, en efecto, aquellos beneficios, ficción que se mantiene sólo mientras continúen los depósitos de nuevos clientes. En el momento en que éstos decrecen o cunde la alarma y comienzan los retiros, el esquema se desmorona: los estafadores desaparecen y sus víctimas descubren que han perdido todo lo que tenían.

Este timo es antiquísimo, pero, probablemente, lo novedoso en este caso es que un país entero parece haberse ilusionado y dejado engañar con el fuego fatuo de una especulación maravillosa que haría multiplicar sus magros ahorros sin exigirles el menor esfuerzo. Eso no se da así, y tampoco es bueno que se dé así. Si la riqueza cae del cielo y no resulta de la continuidad del esfuerzo, se contraen malos hábitos y se está mal preparado para enfrentar las dificultades y la adversidad. Que lo diga, si no, Venezuela, a la que el oro negro que aniega su suelo le ha traído más calamidades que beneficios. Mil veces preferible es la prosperidad que resulta no del accidente -la lotería, el milagro-, sino del ingenio y el empeño, pues es la que tiene más probabilidades de durar y de renovarse, según las circunstancias.

Tal vez deba decirse lo mismo de la democracia, ese sistema que, con todos sus defectos, es el que se defiende mejor contra la brutalidad y el que resiste más tiempo las periódicas tentaciones del retorno a la barbarie que aquejan a todas las naciones. Lo que ocurre en Rusia en nuestros días y en buena parte del ex imperio soviético, la atroz delicuescencia en que está sumida Albania, las tremendas dificultades que encuentran los países de América Latina para alcanzar de veras el progreso y la modernidad, y las sangrías y hambrunas que sacuden a tantas naciones africanas, no demuestran que haya pueblos aptos y pueblos inaptos para ser libres y prósperos. Sino que la libertad y la prosperidad no se dan de la noche a la mañana; se conquistan y merecen, poco a poco, a través de unas prácticas, mediante la adopción de unas ideas y costumbres que son las que hacen funcionar a las instituciones (y no al revés). Las dictaduras siempre debilitan y deterioran este proceso; todas, pero, más que ninguna otra, las que, como la que padeció Albania -o padecen ahora Corea del Norte o Cuba o China-, toman a su cargo la responsabilidad total de la vida de los ciudadanos, haciendo de éstos meros autómatas, cuyas acciones, nimias o trascendentes, les vienen impuestas, por ese mismo poder omnímodo que los educa, nutre, subsidia, informa y da trabajo. ¿Por qué actuarían de manera responsable quienes fueron condicionados y domesticados a lo largo de generaciones para ser dóciles e instrumentales? ¿Por qué respetarían las instituciones quienes nacieron y murieron entre instituciones que nunca fueron dignas de respeto? ¿Por qué pasarían, de la noche a la mañana, a ser ciudadanos creyentes en la ley y responsables de su libertad quienes se acostumbraron a ver en aquélla una mera cortina de humo de la arbitrariedad y en ésta una palabra hueca que sólo servía para chisporrotear en los discursos?

La tragedia de Albania, ese antiguo "país de las águilas", no comenzó con la estafa de los bancos. Lo que ahora vemos es nada más que el estallido de una pústula cargada de materia por décadas de despotismo y opresión.

Mario Vargas Llosa, 1997. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

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