Tribuna:

La privatización de la política

En los dos últimos decenios se han operado cambios de tal envergadura que la capacidad de análisis suele agotarse en dejar constancia de que nada ya es como era, una vez convencidos de que tampoco hay forma de recuperar lo que nos pareció válido en el pasado. En semejante coyuntura, la izquierda se divide entre los que siguen aplicando los viejos baremos, como si nada hubiera ocurrido, con lo que ya no pueden comunicar extramuros, adquiriendo el carácter de una secta -y ello sucede justamente en un mundo que se distingue por una creciente fragmentación social, con la consiguiente multiplicació...

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En los dos últimos decenios se han operado cambios de tal envergadura que la capacidad de análisis suele agotarse en dejar constancia de que nada ya es como era, una vez convencidos de que tampoco hay forma de recuperar lo que nos pareció válido en el pasado. En semejante coyuntura, la izquierda se divide entre los que siguen aplicando los viejos baremos, como si nada hubiera ocurrido, con lo que ya no pueden comunicar extramuros, adquiriendo el carácter de una secta -y ello sucede justamente en un mundo que se distingue por una creciente fragmentación social, con la consiguiente multiplicación de las sectas-, y los que no se cansan de exigir respuestas innovadoras para terminar recurriendo al viejo arsenal ideológico de la derecha triunfante. En suma, la izquierda se debate entre la impotencia y la derechización, sin encontrar una vía propia.El origen de una buena parte del actual desasosiego y general confusión se halla en la mezcolanza de lo público con lo privado. En mi juventud parecía bien asentada la vieja distinción revolucionaria -de la Revolución Francesa- entre el hombre y el ciudadano, y la aspiración que canalizaba nuestra acción profesional y política era contribuir a crear una sociedad en la que todos accediesen a la categoría de ciudadano que otorga el participar en la configuración de lo público y en la administración de lo estatal. Defendíamos una noción participativa de democracia y concebíamos el socialismo como Ia democratización de la sociedad y el Estado". En la cúspide de este proceso, en la rebelión estudiantil del 68, la politización alcanzó todos los ámbitos de la vida personal y social, acorde con la máxima de que también lo privado es político. Recuerdo el Chile de finales de los sesenta como el país más politizado de los que había conocido. Discusiones interminables en la calle habían convertido el centro de Santiago en una nueva ágora, pero esta vez sin exclusiones.

Conviene mantener como telón de fondo el alto grado de politización que marcó nuestra juventud -aunque ya sólo fuese mero rescoldo de la que singularizó al periodo de entreguerras, dominado por la confrontación del fascismo con el estalinismo, a la hora de estimar la privatización de lo público- como uno de los rasgos determinantes del presente. Nada se entiende de la relación actual de la sociedad con la política sin fijar la atención en las formas de su privatización.

Ahora bien, según sea el punto de vista que se adopte -el de la sociedad o el de la clase política-, la privatización exhibe un cariz muy distinto. Desde la sociedad, se manifiesta en la tendencia a recluirse en lo privado, mostrando ante la política indiferencia, hastío o indignación, según se haya producido o no, o haya sido más o menos doloroso, el desprendimiento de todo lo que tenga que ver con la política. La indiferencia resulta del convencimiento de que basta la esfera privada para el desarrollo pleno de la persona, difuminándose uno de los principios básicos de la tradición europea, a saber, que sin el ámbito de lo público no hay modo de vivir la libertad. La definición aristotélica del hombre como "un animal político" resulta hoy tan enigmática que se emplea para caracterizar a un tipo de profesional de la política.

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La política, reducida al espectáculo de las discusiones y litigios de los que viven de esta actividad, produce pronto hastío. Hay cosas de mayor interés de las que ocuparse que de las escaramuzas de los partidos. En fin, indignación cuando la privatización de la política aparece en la forma más roma de echarse los dineros de todos a los bolsillos de los que detentan el poder. La corrupción, punto culminante de la privatización de la política, produce una indignación que amaina pronto al quedar asumida como un fenómeno natural: ¿a quién puede extrañar la corrupción en un mundo que no conoce otro interés que el particular? Lo inverosímil sería que pueda haber gentes que se comporten llevadas por una idea de lo público.

El engorro reside en que la política se sigue legitimando en base a distinguir el interés público, o bien general del privado o particular cuando, de hecho, la privatización de la política ha eliminado esta distinción. Los políticos se siguen reclamando del bien común, pero detrás de sus apelaciones sólo se traslucen intereses particulares. Buena muestra del grado de privatización que ha alcanzado la política fue la sesión parlamentaria dedicada a discutir el decreto de urgencia que el Gobierno ha creído ineludible para regular la televisión digital. Aunque tirios y troyanos no dejasen de apelar al interés general, a la palestra no subieron más que los particulares. Una discusión política habría empezado por mostrar ventajas, pero también posibles inconvenientes de las nuevas tecnologías, para, en su caso, tratar de corregirlos, y habría debatido, tal vez, el modo de contribuir al bien común, que en este campo habría que definirlo previamente: instrumento educativo, ampliación de la libertad personal o nueva droga para matar el tiempo en una sociedad en paro creciente. 0 simplemente habría que aceptar el hecho como un bien o una catástrofe natural -según se mire- que impondría la disminución de las ganancias en el sector productivo, lo que obligaría al capital a trasladarse a sectores más prometedores, y uno de ellos es obviamente la industria de la comunicación y del ocio. Nadie duda de que lo que ocurra en este campo ha de influir de manera decisiva sobre las relaciones de poder que se establezcan en un futuro próximo, pero precisamente los políticos de este o aquel color -de los problemas reales se habla ya sólo fuera del Parlamento- rehuyeron la cuestión principal como la peste.

También los que se han erigido en defensores del fútbol gratis en televisión -bueno, no tan gratis, pagado por la publicidad- tendrían que haber empezado por explicar las razones -aparte de las demagógicas, harto visibles- por las que consideran tan importante que el fútbol domine la vida social con el apoyo de los medios -la televisión oficial ha convertido el telediario en una caja de resonancia del Gobierno y del fútbol-, cuando los pocos demócratas que en España había no se cansaban de criticar que la dictadura hubiera centrado en el fútbol la vida intelectual y afectiva de los españoles. ¿Acaso hubo un diputado que se preguntó qué ha ocurrido para que, tras veinte años de democracia, el fútbol en la vida española cuente hoy muchísimo más que durante el franquismo?

El avisado lector, sobre todo si tiene menos de 40 años, se echará las manos a la cabeza ante las cuestiones que hubieran surgido al vincular la política con el bien común, concepto metafísico del que le han dicho que hace ya mucho tiempo hubo que tirar por la borda. En la sociedad no hay otros intereses que los particulares, y éstos los regula el mercado. La "mano invisible" convierte la búsqueda del bien particular (le cada uno en el bien general. Con lo que la política no tendría otra misión que garantizar el funcionamiento del mercado, tarea nada fácil, ya que la tendencia a maximizar los beneficios -Max Weber la llamó con el pomposo nombre de "espíritu del capitalismo"- lleva de continuo a crear monopolios que el Estado habrá de desmontar una y otra vez. Todos los in tereses son legítimos en tanto no monopolicen el mercado. Y cuando una empresa lo consigue, cualquier norma que se dé para evitarlo significa obvia mente un ataque directo contra la empresa monopolista. La Cuestión no es si un decreto va dirigido contra una empresa y, por tanto, contra el- sistema de libre empresa y, por consiguiente, anticonstitucional, sino si existe o no un monopolio de hecho que el Estado debe suprimir, facilitanto la libre competencia.

La ventaja del modelo liberal es que aparentemente ha resuelto tanto la cuestión de lo que sea el bien común, la suma de todos los bienes particulares, como la forma de alcanzarlo, dejar actuar libremente al mercado. La política queda así reducida a su mínima expresión -garantizar la seguridad y hacer respetar las leyes del mercado- y, consecuentemente, la privatización de la política, lejos de extrañar, se considera un bien inapreciable. La dificultad radica en la tendencia monopolizadora que despliega el mercado, que, abandonado a su aire, acaba por autosuprimirse. Todos predican la libre competencia, pero todos tratan de reducirla y, si se tercia, eliminarla. El libre funcionamiento del mercado no es resultado automático del mercado mismo, sino de la acción del Estado. He aquí el talón de Aquiles del liberalismo, y, cuando menos, en este tema, se hace ineludible la acción política, que' no sólo ha de ocuparse del funcionamiento libre del mercado, sino también de una redistribución social de la renta y del poder según criterios que le son ajenos. Llegados a este punto, de alguna forma hay que volver a la noción del bien común.

Pues bien, la dimensión pública de una sociedad es aquella en la que se discute qué sea el bien común en cada cuestión que se debata. La privatización de la política lleva consigo la supresión' de esta dimensión pública de la vida -colectiva en la que se debate y formula cuál sea el bien común. Sin un espacio público, reducida al binomio Estado-sociedad civil -que más bien habría que llamar sociedad mercantil, porque, en descomposición las iglesias, los sindicatos, los partidos, ya sólo las empresas cuentan-, la democracia, asimilada también al mercado, pierde todo contenido.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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