Tribuna:

La aventura de este fin de siglo

Es indudable que tener un salario es mejor que no tenerlo y que un empleo, más allá de la remuneración que él justifica, significa el mantenimiento de una calificación y una inserción social relativa. Pero niego que estos dos factores se preserven cuando el salario en cuestión pasa a ser sustancialmente inferior a la mitad del salario medio nacional y condena a su titular a la marginación.Todos los Estados miembros continentales de la Unión Europea -el Reino Unido está un poco a medio camino- han hecho, grosso modo, una elección de sociedad significativamente diferente. Debido a la fuer...

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Es indudable que tener un salario es mejor que no tenerlo y que un empleo, más allá de la remuneración que él justifica, significa el mantenimiento de una calificación y una inserción social relativa. Pero niego que estos dos factores se preserven cuando el salario en cuestión pasa a ser sustancialmente inferior a la mitad del salario medio nacional y condena a su titular a la marginación.Todos los Estados miembros continentales de la Unión Europea -el Reino Unido está un poco a medio camino- han hecho, grosso modo, una elección de sociedad significativamente diferente. Debido a la fuerza del movimiento sindical y de la izquierda política, especialmente socialdemócrata, a una gran tradición contractual y, en ocasiones, al corpus legislativo y reglamentario, todos esos países han rechazado la disminución de los salarios reales y han mantenido un nivel honroso de protección social. Los criterios de acceso al mercado del trabajo han sido así más selectivos y Europa ha registrado por ello un aumento más rápido del paro que, por otra parte, se indemniza mejor que en Estados Unidos.

Las diferencias de índices de paro entre los países de Europa se explican en su práctica totalidad por evoluciones demográficas divergentes. Francia, aunque tampoco renueve sus generaciones, bate el récord de Europa de índice de natalidad desde hace 30 años; tiene más paro que los otros países, más o menos en la misma proporción que su aumento de población joven. A esto solamente hay que añadir el retraso relativo de desarrollo de algunos países de la Europa del Sur.

El caso de Japón no ilumina el debate de manera convincente. Tiene un índice de paro del 3%, pero la Organización Internacional del Trabajo ha informado que si en ese país se aplicaran sus normas y métodos de medición, el paro sería del 7% de la población activa. En efecto, las mujeres están prácticamente ausentes del mercado de trabajo; cerca de un 10% de la mano de obra está sometida al régimen de contratación cotidiana; la paga de los trabajadores permanentes de las grandes empresas tiene una parte variable, ligada a los resultados financieros de su patrón, de cerca del 30% del total, y por ello, la regulación se hace bajando los salarios antes que mediante el despido; es legión el número de trabajos remunerados a un nivel de gran pobreza, como en Estados Unidos; finalmente, y sobre todo, ese país, que tiene una protección social debilísima, deja a las personas mayores hundirse masivamente en la soledad y la miseria.

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En resumen, el diagnóstico es, en el fondo, simple. En los países desarrollados, la rapidez del progreso tecnológico y la automatización expulsa por doquier del proceso de producción a masas inmensas de trabajadores. No hay razón convincente para preferir la precariedad al paro, como tampoco la hay para hacer la elección inversa. Estados Unidos y Japón producen cuatro trabajadores en precario por un trabajador parado. Europa, uno por uno. Esto es producto de tradiciones culturales muy arraigadas que no se pueden cambiar sin correr el riesgo de graves violencias sociales.

Las políticas económicas deben aplicarse a combatir tanto la precariedad en el trabajo como el paro. El hecho de que la duración del trabajo haya dejado de bajar desde hace una quincena de años ha agravado considerablemente el problema. Si Japón trabaja unas 1.900 horas anuales, Europa y Estados Unidos se han estabilizado en torno a las 1.600. A principios de siglo se trabajaban unas 3.000 horas anuales, y los salarios se han multiplicado por siete durante este periodo. Es una cuestión de asignación prioritaria de los aumentos de productividad. Es urgente encontrar el secreto de esta evolución, que nunca ha tenido nada de malthusiana, sino todo lo contrario. Y, en todo caso, cuanto más rápido sea el crecimiento menos difícil será.

La evolución que tiene lugar en los países desarrollados, caracterizada por un agravamiento, variable pero siempre muy sensible, de las desigualdades al mismo tiempo que por un fuerte aumento del paro y de la precariedad, tiene incidencias múltiples y considerables.

Esta evolución y las tensiones que provoca se están convirtiendo poco a poco en el objeto dominante del debate en nuestros países. En efecto, marca todos los aspectos de la vida política.

El ejemplo más flagrante es la puesta en marcha de la moneda única en Europa. El debate, lejos de tratar fundamentalmente del interés estratégico del proyecto o de sus dificultades específicamente financieras, trata de hecho sobre la aceptación, a través del euro, de una extensión de la precariedad según la moda estadounidense, en nombre del rigor monetario y de la flexibilidad. Si el debate no se separa claramente de esto gracias a políticas eficaces de reducción del paro y de disminución de la duración del trabajo, las dificultades políticas de la puesta en marcha del euro serán muy importantes, aunque los países afectados hagan grandes esfuerzos para poner sus finanzas en orden y respetar unos criterios que, después de todo, no son más que buena gestión.

Es el mismo debate el que marca la vida política de los países de Europa central y oriental . Su vuelta a un crecimiento armonioso necesita, sobre todo, de un orden jurídico, de reglas y de una restauración del Estado. Y la razón principal no es tanto una aspiración inesperada al civismo como las inquietantes reglas de juego de un liberalismo desenfrenado que se ha abatido sobre esos países destruyendo muy deprisa y sin precaución el único éxito del universo comunista, es decir, la protección social. El resultado ha sido un gigantesco caos, todavía no estabilizado.

Finalmente, los mismos países emergentes tienen razones para inquietarse por una evolución producida por la conjunción entre un progreso técnico extremadamente rápido a base de automatización y una ausencia general de reglas y de encuadramiento social. No es la ética política ni la equidad lo que me ocupa aquí, a pesar de que ambas tengan vocación de convertirse en los retos más importantes de los conflictos internos, sino la macroeconomía. Incluso en los países emergentes, los salarios tienen vocación de aumentar con el desarrollo y tanto más deprisa cuanto más rápido es éste. Incluso en los países emergentes, la mano de obra, más allá de un coste, es una preoupación. ¿Por qué contratar cuando se puede automatizar? Esta tendencia juega desde comienzos del despegue, y el espectáculo de esos conglomerados industriales hipermodernos, sin contacto con su medio y que aseguran salarios considerables a una parte mínima de la población, agravando día a día el foso social que caracteriza a las sociedades duales, es cegador. En tales condiciones, es relativamente poco probable que ese modelo desarrollo contribuya a crear rápidamente esos inmensos mercados de consumo solventes con que sueñan todos los industriales de los países desarrollados.

El año 1996 habrá visto, pues, a confirmación sorda, pero progresiva e indiscutible, de unas evoluciones que pueden llegar a ser muy peligrosas. Piden ser corregidas a través de regulaciones públicas. El único proyecto político válido es el de definir éstas y ponerlas en marcha. Es la aventura de este fin de siglo.

Michel Rocard fue primer ministro francés de 1988 a 1991.

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