Capear el temporal

Ocho familias de chabolistas desalojados en dos edificios abandonados se apiñan para que el frío no se haga insoportable

Los echaron en mayo del poblado chabolista del Cerro de la Mica (Latina) porque vivían en infraviviendas ilegales. Ocho meses más tarde han tenido que abandonar las tiendas cedidas por el Ejército, para refugiarse en las dos casas abandonadas y destartaladas que están junto al campamento improvisado en el pinar de las Piqueñas, en el límite con Leganés (174.000 habitantes).Son ocho familias -31 personas, la mitad niños- que soportaron el calor del verano acumulado por las lonas, pero que no han resistido el frío del invierno más duro de los últimos años. Las tiendas, que fueron una solución pr...

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Los echaron en mayo del poblado chabolista del Cerro de la Mica (Latina) porque vivían en infraviviendas ilegales. Ocho meses más tarde han tenido que abandonar las tiendas cedidas por el Ejército, para refugiarse en las dos casas abandonadas y destartaladas que están junto al campamento improvisado en el pinar de las Piqueñas, en el límite con Leganés (174.000 habitantes).Son ocho familias -31 personas, la mitad niños- que soportaron el calor del verano acumulado por las lonas, pero que no han resistido el frío del invierno más duro de los últimos años. Las tiendas, que fueron una solución provisional, han resultado inútiles cuando ha arreciado el temporal. Son permeables y no tienen piso. No suponen, pues, un obstáculo para el viento, el frío y la humedad.

"Vivíamos mucho mejor antes, en las chabolas de las que nos tiraron, que ahora", se lamenta Servanda. Tiene 31 años, un embarazo de cinco meses, tres chavales más y un piso concedido que todavía no llega. De la desprotección, la suciedad y el suelo embarrado de las tiendas han pasado al apiñamiento en su nueva residencia, que comparten con otras dos familias gitanas. Son viejos conocidos del Cerro, cuya relación se ha estrechado aún más: viven codo con codo, cada familia en una sola habitación.

Conforme el frío aumentaba, disminuía la buena salud de los acampados; casi todos están afectados por enfermedades respiratorias. Pero nadie más expuesto a los rigores del invierno que las dos embarazadas. Ambas han estado ingresadas durante las fiestas navideñas. "Yo sé bien lo que está pasando en mí cuerpo, he tenido contracciones y dolores, he perdido líquidos y los médicos me han dicho que el frío tiene que ver, además se me va a adelantar el parto", dice Servanda. Aun así, le es muy difícil respetar el consejo del hospital de guardar reposo absoluto y no exponerse a las bajas temperaturas. Hay que calentar agua para el aseo personal, esperar turno para usar la única cocina de que disponen las tres familias; además, es imposible caldear la casa con una sola estufa de carbón y leña, y con los críos que entran, salen y trastean continuamente.

El cambio de la lona al ladrillo ha sido a mejor, aunque tiene sus riesgos adicionales. Los techos están en malas condiciones y filtran agua; el cielorraso de la cocina se desprendió hace una semana. De hecho, una de las familias no se ha atrevido a hacer mudanza y sigue viviendo en la tienda, pero dentro ha tenido que improvisar, con planchas de madera, una chabola que la resguarde del frío. Con apenas cuatro años, el hijo pequeño de Servanda, Claverías, contrarresta el miedo de su madre a los desplomes con un argumento de peso: "Mamá, Dios agarra los techos".

El comentario del crío cobra más sentido cuando su madre afirma que la fe y el sentimiento religioso los ayuda a sobrellevar, hasta con buen humor, unas condiciones de vida tan duras. Mientras dice esto, Servanda agita una Biblia que no ha soltado en ningún momento, pero no hace gala de resignación cristiana: se queja de la pobre ayuda que reciben. Sólo Cáritas, algún miembro de Izquierda Unida y su parroquia les echan una mano.

"El Ayuntamiento nos prometió mantas y aún estamos esperando", dice Servanda. La opinión que tienen del gobierno municipal dista mucho de ser positiva. Tras el desalojo del Cerro de la Mica permanecieron durante cerca de un mes, de día y de noche, frente al Ayuntamiento, en la plaza de la Villa. Aún hoy recuerdan "el desprecio del alcalde".

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"Ningún concejal ha tenido la delicadeza de pasarse por allí, dudo mucho de que sepan siquiera dónde está esta gente", comenta Julio Palomar, el cura de la iglesia de la Crucifixión, que se ocupa de estas familias y de las que todavía quedan en el Cerro.

Durante estos días, la parroquia ha llevado alguna ropa de abrigo a los acampados; incluso ha conseguido puertas viejas para alimentar las dos estufas de leña que tienen en los edificios recién habitados. Pero, aparte de esta ayuda de emergencia, Julio busca la cura definitiva consiguiendo una vivienda para cada una de las seis familias que todavía no la tienen concedida. Con esta intención ha acercado hasta las tiendas a personal del Instituto de la Vivienda Madrileño (Ivima) para que estudien cada caso particular.

Conviven gitanos y payos, familias que intentan salir adelante con la venta de cartones y chatarra, que dependen del sueldo escaso de un mecánico o de un guarda jurado o que cuentan con un puesto de castañas como fuente de ingresos. También hay quien sigue un tratamiento de metadona para dejar, definitivamente y después de años de dependencia, la heroína.

Todos esperan que el próximo invierno los pille bajo un techo que no se derrumbe y puedan considerar suyo.

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