Tribuna:

La izquierda y la escala

El pecado original de buena parte del pensamiento de izquierdas consiste en tratar de aplicar a las civilizaciones extensas y superpobladas en que vivimos soluciones políticas, económicas y morales que sólo son válidas en comunidades de tamaño reducido. Si hiciéramos un censo de los valores caros a la izquierda más filosófica (Y, por tanto, más alejada de responsabilidades de gobierno), nos encontraríamos con principios como la igualdad, la solidaridad, la participación política directa, la anarquía (ausencia de Estado) y el consenso acerca de estos mismos valores.Estas predilecciones morales ...

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El pecado original de buena parte del pensamiento de izquierdas consiste en tratar de aplicar a las civilizaciones extensas y superpobladas en que vivimos soluciones políticas, económicas y morales que sólo son válidas en comunidades de tamaño reducido. Si hiciéramos un censo de los valores caros a la izquierda más filosófica (Y, por tanto, más alejada de responsabilidades de gobierno), nos encontraríamos con principios como la igualdad, la solidaridad, la participación política directa, la anarquía (ausencia de Estado) y el consenso acerca de estos mismos valores.Estas predilecciones morales cálidas encuentran su sede natural en comunidades de muy reducido tamaño y, de hecho, los antropólogos han encontrado buenas aproximaciones a la realización de estos ideales en los grupos tribales. En estas microcolectividades los valores cálidos se pueden mantener mediante las coacciones tácitas derivadas de la fuerte interacción que hay entre sus componentes y también a través de controles informales (amenazas de expulsión del grupo, retirada eventual de la solidaridad, etcétera). Con estos valores cálidos -y en gran parte atávicos- contiende otra constelación más fría de disposiciones morales: los valores ilustrados o civilizatorios, entre los que habría que mencionar la libertad, el respeto, la democracia representativa, los derechos individuales o el pluralismo valorativo. La mejor parte de la izquierda ha hecho, desde luego, suyas estas reivindicaciones éticas y políticas (jugándose muchas veces el pellejo por ellas), sin por esto abandonar el repertorio rival de predilecciones.

A diferencia de los valores cálidos, los valores fríos están perfectamente adaptados a la gran dimensión de nuestras sociedades actuales e incluso podríamos decir que son muy congeniales con esa gran dimensión. El trato cotidiano y masivo con desconocidos favorece más el respeto que la solidaridad, el pluralismo valorativo antes que el consenso de valores. El orden económico de una civilización extensa quedaría severamente comprometido si un Estado redistribuidor impusiera un reparto estrictamente igualitario de la renta y la riqueza. Y no hay que decir que la participación política directa de las muchedumbres en la esfera pública ha quedado virtualmente descartada, al menos como sistema habitual, y se ha impuesto en su lugar el gobierno de representantes elegidos democráticamente. Los pensadores liberales son seguramente los más firmemente persuadidos de estas virtudes frías de la civilización, y miran en cambio con recelo (y casi como un rebrote de tribalismo) la adscripción de las izquierdas a los valores cálidos. Consideran con toda razón, que hay un desacoplamiento creciente entre los principios microgrupales distintivos de la izquierda y la escala amplia de nuestras sociedades. Pretender vestir con esos anhelos a poblaciones tan numerosas es como tratar de embutir a la fuerza a un adulto en el traje de un niño. Los afanes políticos y morales de la izquierda son un corsé ideológico que nuestras pululantes civilizaciones tienden a romper por todas sus costuras. El principal enemigo de la izquierda no es la derecha, ni los Estados Unidos, ni la presunta conspiración universal consumista en la que algunos ingenuos creen; el principal enemigo de la izquierda es la demografía.

La izquierda ha tratado de manejar este desacoplamiento de cuatro maneras distintas:

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1. Predicando una vuelta a la pequeña dimensión. La restaura ción de la microcomunidad sería el marco idóneo para que pros peraran de nuevo los gustos morales, y políticos de la izquierda. En un mundo superpoblado, esta iniciativa heroica la ha de fendido con más consecuencia que nadie un anarco-comunitansta como Michael Taylor.

2. Como los valores cálidos no son sostenibles espontáneamente ni mediante coerciones informales en grupos grandes, la izquierda ha intentado también, por desgracia, imponerlos de forma totalitaria: agigantando un Estado que, para imponer sus prejuicios cálidos, no tuvo empacho en llevarse por delante los valores de la civilización.

3. Otra salida ha sido presentar inflacionariamente la condición moral humana. Creerse y hacer creer que el hombre es capaz de altruismo,,, impulso de participación política, etcétera, con independencia del marco en que se mueve. Este hombre nuevo del socialismo es el hombre insensible a la escala, capaz de conducirse en la gran dimensión como si estuviera inmerso en la pequeña. Aquí todo queda conciliado -los valores fríos y los cálidos- en una noche mental en la que todos los gatos son pardos. Estos izquierdistas utópicos se encuentran atrapados de pies y manos en lo que Nietzsche llamaba "la prueba del placer": actuar como si el mejor respaldo de una afirmación no fuera su correspondencia con los hechos, sino más bien el grado de satisfacción y autocomplacencia que infunde al que la ha formulado, gratificado hasta la médula por haber dado expresión a tan elevados sentimientos. Esta propensión a narcotizarse con las grandes palabras es de las más resistentes a la extinción en un amplio sector de intelectuales de izquierdas.

4. La socialdemocracia ha sido la solución más inteligente a la crisis de la izquierda. Consiste en llegar a un compromiso factible entre los valores fríos que la civilización favorece y casi parece imponer y las querencias atávicas que aún nos unen emocionalmente a nuestro pasado tribal. Todo ello aceptando dos constricciones irrebasables: la escala dada de nuestras sociedades y sus irrenunciables divisas morales y políticas, y las limitaciones a la disposición altruista propias de nuestra empecatada condición humana. El concepto de justicia que maneja John Rawls es un emblema idóneo de este enfoque: un híbrido sostenible de libertad e igualdad, en que la libertad se lleva la parte del león. No hay que pedir disculpas por estas entremezclas morales: sentirnos vivamente que nuestras sociedades sobre dimensionadas serían menos humanas si no se hiciera un esfuerzo por conciliar los requerimientos de la civilización con otros más cálidos provenientes de nuestro pasado moral.

Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía.

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