Tribuna:

EE UU o la ilusión de vivir sin política

Washington. Día de Acción de Gracias. De forma totalmente característica, Estados Unidos celebra la colonización británica de Nueva Inglaterra, pasando por alto la historia a favor del mito. El hecho de que los españoles ya estuvieran asentados en Norteamérica mucho antes que los peregrinos protestantes es algo que sólo preocupa a unos cuantos. Claro que los ciudadanos hispánicos se cobraron una especie de revancha durante las elecciones, derrotando a los republicanos, demasiado entusiasmados con reducir la inmigración y (en California y Florida) ayudando al presidente Clinton a alcanzar la vi...

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Washington. Día de Acción de Gracias. De forma totalmente característica, Estados Unidos celebra la colonización británica de Nueva Inglaterra, pasando por alto la historia a favor del mito. El hecho de que los españoles ya estuvieran asentados en Norteamérica mucho antes que los peregrinos protestantes es algo que sólo preocupa a unos cuantos. Claro que los ciudadanos hispánicos se cobraron una especie de revancha durante las elecciones, derrotando a los republicanos, demasiado entusiasmados con reducir la inmigración y (en California y Florida) ayudando al presidente Clinton a alcanzar la victoria. No obstante, no es la historia ni el mito lo que importa a la nación en su conjunto, sino, simplemente, que es fiesta.La cuestión es si las recientes elecciones también constituyen un día de vacaciones -de un compromiso serio con los problemas de la nación-. La mayor parte de la retórica de los candidatos presidenciales era una necedad, al igual que la de los aspirantes al Congreso y al Senado, y si se gastaron más de mil millones de dóláres en propaganda política, lo que no está claro es en qué medida se le prestó atención. La lección más sorprendente de estas elecciones es que Estados Unidos es sin duda una nación de vanguardia. Vamos a la cabeza en el proceso de despolitización que se extiende por las democracias occidentales: menos del 50% de nuestros ciudadanos optaron por votar, y muchos de los que lo hicieron expresaron un gran escepticismo en lo que respecta a la bona fide de nuestros políticos. Los que no votaron estaban menos bien educados y eran menos ricos que la media de una sociedad que afirma con frecuencia no tener clases. Sin embargo, a los temas de clase de cierto tipo es a lo que debe Clinton su reelección. Se presentó a sí mismo como el defensor de esos elementos mínimos del Estado de bienestar universal que atraen a los que se encuentran en medio de nuestra estructura de clases: seguro médico para los mayores, pensiones para todo el mundo y ayudas económicas para los que siguen enseñanza superior. El hecho de que Clinton al mismo tiempo se beneficiara electoralmente por aprobar el salvaje asalto republicano a la asistencia social a los pobres es prueba de la forma única que tienen los norteamericanos de entender el conflicto de clases: los débiles lo dirigen contra los más débiles, la angustiada clase media contra la baja desesperada.

La elección se, interpretó generalmente como la demostración de la secularización, incluso el realismo, del público estadounidense. Había desaparecido la exigencia de un líder moral como presidente y en su lugar aparecía una aceptación razonable de la fragilidad humana y el reconocimiento de la destreza política. Clinton convenció a sus paisanos de que poseía estas cualidades, fragilidad y destreza, en gran medida. Dole estaba dudoso, no sabía qué llamamiento hacer, los hizo contradictorios, y así consiguió que un político que no es menos hábil que Clinton pareciera al final extrañamente incompetente. ¿Fue un severo defensor del rigor presupuestario, un duro partidario del liderazgo internacional de Estados Unidos que menos naciones se arriesgaban a cuestionar, el guardián de una moralidad pública y privada más elevada? Al final, ganó votos con sus ataques a los moralmente dudosos negocios financieros del presidente, olvidando temporalmente su propia dependencia durante toda la vida de los negocios. No podía aprovechar su ventaja apareciendo demasiado en televisión, porque tenía un miedo mortal a las preguntas referentes a sus aventuras extramatrimoniales, preguntas que hubieran puesto en evidencia el mal chiste que era, de hecho, su alianza con la derecha cristiana y su estridente defensa de los "valores familiares". No cabe duda de que el rigor moral de la derecha cristiana y la hipocresía evidente de los que lo alentaban mientras ellos se abstenían de cumplir sus estrechas ideas de virtud repelieron a muchos electores. No obstante, la opinión de que el presidente ganó porque se oponía a la justicia punitiva y el egoísmo de los republicanos en el Senado y el Congreso tiene un grave fallo. Si los republicanos eran tan impopulares, ¿cómo consiguieron conservar la mayoría, aunque fuera reducida, en el Congreso y aumentarla en el Senado?

Uno de los argumentos es que el electorado estadounidense fue

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lo suficientemente listo como para dividir sus votos para mantener a raya tanto a los demócratas (en la presidencia y en el omnipresente Gobierno federal) como a los republicanos (que pueden limitar la actuación del presidente y del Gobierno). Hay un dicho inglés, "pasarse de listo". Quizás esta listeza se reduzca a una visión limitada de la posibilidad política. Algunos han abusado obsesivamente de la palabra "centrismo" para describir lo que ahora domina: un supuesto consenso. Supongamos, sin embargo, que el consenso represente un mayor o menor inmovilismo político, la incapacidad o desgana de incluso esa minoría estadounidense que vota para hacerse una idea de cómo cambiar las cosas. Los sondeos de opinión indican que un número apreciable del público (más de la tercera parte y menos de la mitad) desearía ver nuevos partidos o candidatos independientes. En los sondeos, el público se muestra también bastante más crítico con la dominación de la vida pública por parte del capitalismo corporativo que la mayoría de nuestros periodistas y muchos de nuestros académicos. Sin embargo, es incapaz de articular este descontento en un proyecto coherente. De todas formas, el entusiasmo inicial por el mensaje anticapitalista del fascista social Buchanan es un indicativo del potencial del electorado.

No obstante, lo más sorprendente fue el grado generalizado de desmovilización política del que dieron fe las elecciones. Hubo algo de actividad por parte de la derecha cristiana, de los sindicalistas, de los grupos de mujeres y ecológicos, de los hispanos y grupos negros. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos participó en general de forma pasiva: a través de la televisión. Es cierto que la mayoría de las mujeres votó a Clinton, que los hispanos, repelidos por la retórica antiinmigración, aumentaron su apoyo tanto a Clinton como a los demócratas, que los negros y los unionistas dieron respuesta a las amenazas a sus intereses. Los electores dijeron estar más preocupados por los temas económicos que por ninguna otra cosa, pero no lo complementaron siguiendo una pauta de votación coherente. ¿Cómo hubieran podido, si tanto los principales candidatos presidenciales como muchos de los aspirantes al Congreso y al Senado dieron señales de una sola pasión: evitar cualquier discusión crítica de cualquiera de nuestras instituciones económicas? En cuanto al candidato independiente Perot, ganó cerca del 10% de los votos echando la culpa de los males de la sociedad al Gobierno.

Ahora mismo, el presidente no se muestra dispuesto a decir nada sobre el programa que pretende defender durante los próximos cuatro años. Los dirigentes republicanos se muestran igual de evasivos. No es el habitual diálogo de sordos, sino un silencio estilo Becket, puntuado por interjecciones pintorescas. Si existe realmente una demanda pública discernible de cualquier programa o política, ningún instrumento, electrónico o de otro tipo, es capaz de detectarla. Nuestra sociedad, por el momento, prefiere disfrutar de la ilusión de que puede pasar sin la política.

Nuestros amigos extranjeros se preguntarán lo que esto representa para nuestro papel en el mundo. Es una perplejidad compartida por la élite de los responsables de nuestra política exterior, los académicos, burócratas, periodistas, funcionarios y políticos que están aterrorizados de que el final de la guerra fría les coloque entre los tecnológicamente desempleados. Se han inventado nuevos enemigos (terroristas y fundamentalistas, islámicos, por supuesto), se han ensayado guiones catastróficos. Los miembros más inteligentes de la élite saben que el futuro será diferente del pasado, de que la enfermedad, la crisis medioambiental, el hambre, los derechos humanos, la emigración, la pobreza, aparecen en la nueva agenda histórica. Hay protestas, a veces algo más que débiles, de que nuestra actitud hacia las Naciones Unidas es hipócrita, nuestra Campaña contra Cuba indigna, nuestra política en Oriente Próximo un tejido de contradicciones, nuestro mercantilismo demasiado tosco, nuestro cinismo-, respecto a los derechos humanos demasiado evidente. El gran público no está interesado, por el momento. Quizá no cambie nada hasta que la generación de la guerra fría abandone la escena. No obstante, nuestros amigos harán bien en no subestimar el oportunismo de los que aspiran a pertenecer a la élite. Muchos están mucho más interesados en hacer carrera que en hacer historia; la propia biografía de nuestro presidente es, en ese aspecto, demasiado instructiva.

Los europeos podrían querer tomar lo que dicen nuestros portavoces, oficiales o de otro tipo, cum grano salis. Los duros defensores de. la libertad de mercado, los críticos no demasiado discretos del Estado de bienestar europeo, pueden ser candidatos a las muchas recompensas a la corrección ideológica. Del mismo modo, los que gritan en avant a los europeos en situaciones de. confrontación es muy probable que, ellos mismos, practiquen un heroísmo más retórico que real. Los europeos que insisten en una cierta independencia al menos logran la atención de Washington. Los gobiernos más circunspectos, y por encima de todo los que imitan con entusiasmo, obtienen poco agradecimiento; se les da por sentado. Quizá la paradoja en el comportamiento de nuestras élites estribe en su reconocimiento implícito de que el mundo no funciona según la hora norteamericana. Con seguridad habrá pronto una nueva revalorización, pero lo más probable es que nuestro futuro inmediato sea tan cuestionable como nuestro pasado reciente.

Norman Birnbaum es profesor de Ciencias Sociales en la Facultad de Leyes de la Universidad de Georgetown.

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