Tribuna:

El peatón y Toulouse-Lautrec

Es una mañana gris y moscovita, moscovitísima. El pobrecito peatón sube por María de Molina y franquea el cruce con Serrano, cívico que es, por la angosta pasarela peatonal asomada al túnel para vehículos, desde el que asciende un inmenso fragor de claxonazos y acelerones, acompañado por el sutil aroma de las toxinas, más numerosas y suculentas aquí que en cualquier otro lugar del orbe, según se nos ha revelado recientemente. Siente alivio cuando al fin emerge al exterior sin que nadie haya amenazado su integridad. No obstante, el panorama dista de ser rosado, siguen el embotellamiento, el ulu...

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Es una mañana gris y moscovita, moscovitísima. El pobrecito peatón sube por María de Molina y franquea el cruce con Serrano, cívico que es, por la angosta pasarela peatonal asomada al túnel para vehículos, desde el que asciende un inmenso fragor de claxonazos y acelerones, acompañado por el sutil aroma de las toxinas, más numerosas y suculentas aquí que en cualquier otro lugar del orbe, según se nos ha revelado recientemente. Siente alivio cuando al fin emerge al exterior sin que nadie haya amenazado su integridad. No obstante, el panorama dista de ser rosado, siguen el embotellamiento, el ulular de los coches enfurecidos y los efluvios tóxicos. ¿Qué estará pasando? Ah, sí, primero la obra de prolongación de la dichosa línea 7 del metro esquina a Velázquez. La calle se reduce a la mitad y la circulación se duplica, ¡ay del infeliz transeúnte que pretenda cruzar! Y grúas, barro, camiones gigantescos y como acorazados, ruido espantoso. Por esta vez, nuestro héroe sobrevive, pero el follón continúa en la confluencia con Príncipe de Vergara. ¿Qué sucede ahora? Se oyen pipipís claxoneros, como cuando gana el Real Madrid, y al llegar al epicentro puede comprobar que hay muchos taxis adornados con globitos multicolores. "Qué susto", musita por los meandros cibernéticos de su cerebro propio, "todavía queda gente de buena voluntad con marcha conmemorativa un martes, y gris, por la mañana". Pero cuando está a punto de ponerse más contento, se percata de su craso error porque comprueba que no se trata de una fiesta, sino de una reivindicación o protesta.Algunos de los vehículos del SP [sic] exhiben en las ventanillas carteles o faltas de ortografía y pareados más bien esotéricos para el mirón, o sea, que éste no puede averiguar la naturaleza de la reclamación, ni si es justa o no, ni tomar partido a favor o en contra de los reclamantes. Sí está claro que éstos se encuentran furiosos. Han taponado Príncipe de Vergara en sentido Concha Espina, atrapado a un montón de automovilistas inocentes y, según comprueba Pereira, digo, el pobrecito peatón, insultan desde el bordillo medianero a los taxistas que circulan por el otro lado sin solidarizarse con la protesta. El pobrecito peatón se da cuen de que está cansadísimo de esta ciudad, y de este siglo, y decide trasladarse al XIX. Además, ya no sabe ni hacia dónde se dirigía, e incluso le importa un rábano, así que tuerce sin pensárselo dos veces por la calle de Padilla, puro sosiego ya tras el pandemónium, y se sumerge voluptuosamente en la Fundación Juan March.

¡Oh, mundo de vino y rosas! La luz es allí tenue y relajada, nítida la rotulación de las obras. La moqueta, mayestáticamente acogedora tras los terrones destripados, los vehículos sorteados. Después del estrépito, el silencio, que apenas turba el discreto bisbiseo de los Visitantes, y last but nos least Henri de Toulouse-Lautrec mismo, que es mucho más que un pintor de fin de siglo, que es testigo y nos pasa el testigo de una época por desgracia fenecida pero que sigue viva y vigente en sus certeros testimonios pictóricos. Epoca famélica, sí, mas ¿acaso no lo es ésta, con tanto "progreso", para miles de millones de seres humanos? En cuanto a los otros... aquellas gentes de entonces no se habían vuelto, como éstas, pusilánimes y tediosas a base de confort, seguridad, planificación: asumían el infortunio, empezando por el propio Henri, se lo echaban a las espaldas y acudían al Moulin de la Galette y otros antros populacheros para contemplar a La Goulue y Valentín el Deshuesado, para entonarse -sí, ¿qué pasa?- bebiendo muscadet, reirse con el famoso señor Cadieux, cantante cómico, o de Yvette Guilbert, que cantaba siempre en serio, la pobre, pero provocando aún mayor hilaridad. Y también, claro, para reírse de sí misma y no digamos del propio Toulouse-Lautrec, quien jamás trató de recluirse ocultando a los gusanos su aspecto grotesco.

Feliz ahora en la atmósfera lúdica del XIX, el pobrecito peatón decide instalarse en él, hacerse fuerte en la fundación, no asomar la nariz afuera. Y que sea lo que Dios quiera.

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