Tribuna:

La obra maestra

Aquel sujeto estaba muy frustrado porque a los 40 años no había cumplido el sueño de su vida: publicar una novela. Tampoco la había escrito, pero cómo la iba a escribir, por Dios, teniendo que trabajar como un negro para sacar adelante a la familia. Tampoco trabajaba como un negro, pues tenía un horario de oficina normal, de 9.00 a 18.00.Pero al volver a casa leía el periódico (dónde se ha visto un escritor que no lea periódicos), ayudaba a sus hijos con las tareas del colegio, y entre unas cosas y otras llegaba la hora de la cena. Es cierto que los niños se acostaban pronto, pero por la noche...

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Aquel sujeto estaba muy frustrado porque a los 40 años no había cumplido el sueño de su vida: publicar una novela. Tampoco la había escrito, pero cómo la iba a escribir, por Dios, teniendo que trabajar como un negro para sacar adelante a la familia. Tampoco trabajaba como un negro, pues tenía un horario de oficina normal, de 9.00 a 18.00.Pero al volver a casa leía el periódico (dónde se ha visto un escritor que no lea periódicos), ayudaba a sus hijos con las tareas del colegio, y entre unas cosas y otras llegaba la hora de la cena. Es cierto que los niños se acostaban pronto, pero por la noche le gustaba ver la televisión junto a su mujer.

En realidad, no le gustaba ver la televisión (los escritores, a esa hora, leen o escuchan sinfonías mientras se fuman una pipa), pero se sentía sutilmente obligado a ello por su esposa, que tenía un gran talento para menospreciar, sin que lo pareciera, las tareas intelectuales.

Total, que había, hecho el esfuerzo de venir a Madrid de joven para convertirse en un escritor de fama, y en lugar de escribir se había casado con una mujer que astutamente le había alejado de sus verdaderos intereses. Aquel verano en el que cumplió 40 años fue, por fin, capaz de decírselo, a sí mismo y escupírselo a ella:

-Yo era, de los de mi clase, el que mejores redacciones hacía. Tú eres la responsable de que no me haya convertido en un gran escritor.

Ella se sintió culpable de haber truncado una carrera tan prometedora, pero por la noche, consultando una enciclopedia literaria, le hizo ver que muchos escritores no habían triunfado hasta después de los 40. Por otra parte, en algún sitio había oído decir que la novela era un género de madurez. Le propuso, pues, que ese verano se quedara solo en el piso de Madrid mientras ella y los niños se marchaban a la sierra.Un mes entero, escribiendo ocho o nueve horas diarias, sin preocupaciones de orden doméstico, podía ser más que suficiente para alumbrar una obra maestra. De hecho, en la misma enciclopedia vieron algunos casos de novelas realizadas en 15 días que habían pasado a la historia de la literatura. Le sobraba, pues, la mitad del tiempo. Aun así, ella se mostró firme en que dispusiera de los dos periodos de 15 días por si le apetecía escribir más de una novela genial.

El primer día de libertad lo empleó, naturalmente, en afilar los lápices (Hemingway, según los libros, no hacía otra cosa), y en odiar a su familia. Se sentía tan a gusto paseando en calzoncillos por el salón, amenazando a la máquina de escribir con disfrutar de ella sexualmente cuando tuviera los lápices a punto, que deseó que su mujer e hijos desaparecieran del mapa. No quería para ellos ningún mal: sólo que se esfumaran de algún modo.

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Sentado en la terraza, con los pies en la barandilla, fumando una pipa detrás de otra mientras contemplaba el crepúsculo, imaginó que un platillo volante descendía en el pueblo de la sierra donde veraneaban y abducía a la familia, jilguero incluido, llevándosela para siempre a otro planeta. Podía ver los titulares del periódico: Familia de escritor afincado en Madrid, raptada por extraterrestres.

Pero como no les deseaba ningún daño, sólo que desaparecieran, y no estaba demostrado que los extraterrestres fueran buenas personas, prefirió finalmente imaginar una catástrofe natural que destruyera en cuestión de segundos, sin que les diera tiempo a sufrir, la casita de la sierra con ellos dentro.

Al día siguiente no pudo escribir por culpa de los remordimientos; al otro, porque le dolía la cabeza, y al cuarto, porque con ese calor no había manera de sacar adelante una obra maestra. A la semana, sin embargo, se miró a los ojos mientras se afeitaba y reconoció que no escribía por falta de talento. Tampoco por eso, la verdad, porque talento le sobraba, sino por pereza.

Escribir, en el fondo, era un trabajo de gente sin imaginación, de funcionarios. Así que decidió que era mejor marcharse a la sierra y continuar culpando a su mujer de no ser un genio. Además, si finalmente se producía la abdución, o la catástrofe, y él estaba allí, podría escribir la gran crónica. ¡Qué descanso!

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