Tribuna:COMER, BEBER, VIVIR: FELICIANO FIDALGO

Barcelona, ¡sí, señor!

Es imposible acampar en Barcelona, en su plaza de España, en su plaza de Cataluña, en sus Ramblas abigarradas de respiraciones internacionales, de exotismo, de hablas y canciones, de paseantes y observadores, de todo, de todo, y todo protagonizado por sus catedrales de siempre, esto es, por esos quioscos diurnos y nocturnos que reparten sabiduría y entretenimiento y educación. Es imposible que a uno no le dé un mareo siniestro al recordar que tres horas antes estaba en el Madrid roto, sucio, y en sus espacios más nobles y bellos y simbólicos, como Gran Vía y aledaños, cuajados de prosti...

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Es imposible acampar en Barcelona, en su plaza de España, en su plaza de Cataluña, en sus Ramblas abigarradas de respiraciones internacionales, de exotismo, de hablas y canciones, de paseantes y observadores, de todo, de todo, y todo protagonizado por sus catedrales de siempre, esto es, por esos quioscos diurnos y nocturnos que reparten sabiduría y entretenimiento y educación. Es imposible que a uno no le dé un mareo siniestro al recordar que tres horas antes estaba en el Madrid roto, sucio, y en sus espacios más nobles y bellos y simbólicos, como Gran Vía y aledaños, cuajados de prostitución, de droga, de borrachera, de robo de sesión continua (parafraseando a Fellini, podría decirse Barcelona, ciudad abierta y, por el contrario, Madrid, ciudad cerrada para el placer). Quizá haya que hacerse catalán. Entretanto, para comer, beber, vivir, se va uno derecho al Puerto Olímpico, algo así como el jugo futurista que los catalanes le ordeñaron a los Juegos mientras los sevillanos se ahogaron en su Expo. El Puerto Olímpico ha hecho de Barcelona, más aún, una ventana al mar. Y Barcelona es más Barcelona y la mar es más la mar. El Puerto Olímpico es una vanguardia de la Barcelona del ocio del siglo que viene. Pero ya ejerce, para divertirse en los incontables chiringuitos y músicas que apenas se dejan sentir por el día y acarician las noches jaraneras de paellas y mariscos y vinillos servidos al trote al borde de los barquitos y yates y veleros. Dos filas de palmeras escoltan el paseo que da, por un lado, al puerto y al agua azul sin horizontes, espejo sólo, y a la brisa que hace abanico de las palmeras; y, a la otra mano, tiendas, bares, luces, colores, y, si se suben cuatro escaleras, un primer piso cuajado de placeres y con dos restaurantes de parada y fonda.Talaia (93 / 221 90 90). Todo lo que diga Arturo Sogues, el hombre del timón de este lugar acristalado sin principio ni fin para que sólo el mar sea su horizonte infinito, la felicidad que procura estar en sillas de diseño, mesas de diseño, manteles y copas para el ritual de las misas profanas..., a pesar de su discurso delicado, Talaia no tiene explicación: su cocina, a la vista del cliente, diríase uno de los tres reservados que también miran al mar: su gazpacho de vogabante o su rape con verduras a la plancha o su pichón o un postre que se nombra "sopa de pomelo, naranja y piña con helado de rnenta", lo dicen todo con música de exquisitez y servicio impecable y con una bodega de más de 100 vinos, que abarcan todas las posibilidades y antojos de España y parte del extranjero. Una sorpresa que, claro, solicita 5.000 pesetas o más, según la ambición del comensal/bebedor. Pero en la misma planta, debajo de una especie de terraza donde hay pizzería, vive con viveza su amor al arte, ataviada de cocinera jefa, Susana Passolas, y ella es la responsable de todo lo que pasa en Lungomare, donde la cocina italiana y la mediterránea se aman y se beben con precios de champaña a 4.800 pesetas: ¡es un tanto! Como lo es su tiramisú casero, sus pescados guisados, sus postres finos, y nadie se asustará cuando la factura diga: 3.500 pesetas.

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