Tribuna:

Del purgatorio se sale en metro

El verano que asesinaron a Salvador Allende yo vivía en Madrid y odiaba el metro, y pongo juntas ambas cosas porque son las que más recuerdo; eso y la portada de un periódico que ese septiembre saludaba al Pinochet de las gafas negras como a un nuevo salvador de la civilización occidental. Mi memoria no es tan silvestre como pudiera parecer (o previsible), pues al fin de cuentas yo estaba haciendo mis primeras prácticas de periodismo duro, en una agencia de amarillismo rosa, y eso puede ser tan fuerte como entrar en un cuartel con la cabeza trastornada por las gestas de Lanzarote del Lago.Ese ...

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El verano que asesinaron a Salvador Allende yo vivía en Madrid y odiaba el metro, y pongo juntas ambas cosas porque son las que más recuerdo; eso y la portada de un periódico que ese septiembre saludaba al Pinochet de las gafas negras como a un nuevo salvador de la civilización occidental. Mi memoria no es tan silvestre como pudiera parecer (o previsible), pues al fin de cuentas yo estaba haciendo mis primeras prácticas de periodismo duro, en una agencia de amarillismo rosa, y eso puede ser tan fuerte como entrar en un cuartel con la cabeza trastornada por las gestas de Lanzarote del Lago.Ese verano era también un estudiante tan pobre que no podía moverme en otra cosa que en metro, y tenía que hacerlo durante una hora y media al día, de Ventas a Plaza de Castilla, pasando por Sol, y vuelta. Eso que en invierno puede parecer sencillo, en el verano de 1973 se me hacía tan cuesta arriba que, ingenuo, creía estar viviendo un adelanto del purgatorio, aunque a veces me asaltaran dudas de si no era en realidad algo más, mucho más caliente: pues al salir del metro al agosto del asfalto se siente en Madrid una vaharada de frescor, lo que puede dar una idea de cómo se cocina uno abajo en el caldo húmedo y rancio que en verano tiende a hermanar todos los metros del mundo.

Y ahora, cuando menos me lo espero, leo en un teletipo de Servimedia que en el metro de Madrid se han instalado 50 básculas-horóscopo, y me descubro buscando dónde, a ver si alguna me pilla de camino y su horóscopo me da para escribir una columna alegórico-pastoril sobre destinos, metros y purgatorios, o sobre el metro en el purgatorio del destino, o sobre los metros que cabalgan el destino mientras se purgan. Pues descubro no sin dolorida sorpresa que es que ya no odio el metro. Es más: ahora que ya puedo andar en taxi (si no queda más rernedio), ahora que incluso tengo coche, los billetes de metro los compro para diez viajes y de cuando en cuando tengo que reponer. Por cierto que también me gustaría poder comprar un billete metro-bus, que ya ha sido inventado hace tiempo en otras capitales culturales de Europa, pero no sé qué celos adolescentes de poder impiden al alcalde y al presidente autonómico (no confundir ni con autónomo ni con automático) ponerse de acuerdo.

¿Que por qué dolorida sorpresa? Pues porque el fin de mi odio por el metro y el comienzo de lo que podríamos llamar, si no amor, por lo menos civilizada convivencia, se ha hecho no sin dolor y considerables sacrificios. Cesiones mutuas, abandono de lo que algunos llamarían radicalismos juveniles, sí, pero otros llamarían ideales, suave madurez que también puede ser vista como irremediable engorde... en definitiva porque el tiempo ha pasado y una forma de medirlo es en metros que ya no podremos coger. Las líneas circulares en realidad no existen.

Perdonen la frase pero el metro ya no es lo que era. Es cierto que ya no tengo que viajar en él a hora punta -y por lo que me cuentan, esa es aún una experiencia iniciática-, pero no sin sorpresa, con el tiempo he ido descubriendo que acudo a él, a veces, como a un refugio: cuando estoy muy, pero que muy harto del tráfico, desde luego, o cuando voy al centro desde que los vigilantes de la ORA pasaron a ser una especie definitivamente decorativa en la marea no liberal sino mercantilista que nos invade, y en virtud de la cual los coches sagrados deben poder aparcar en lo alto de las farolas si así les place y no ocupan las plazas del ayuntamiento. A veces cojo el metro para ahorrarme, más que el dinero, el predicador que algunos taxistas llevan en la radio o incorporado al alma, a veces para no enmohecer esperando el autobús (que esa es otra), y en ocasiones, aunque no me crean, porque de vez en cuando tengo urgentemente que confirmar que no nos hemos vuelto como los muñecos de plástico que nos están proponiendo sin pausa en la televisión y en los chirimbolos del alcalde. Intuyo que en el metro viaja gente más real. No la gente real, sino más real. Y no precisamente porque sude: yo en verano ya no cojo el metro. Privilegios de la edad.

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