Tribuna:

Fenómenos

Fue el pintor y cronista Gutiérrez Solana, tan cáustico con el pincel como con la pluma, excelentísimo guía, explorador de buen ojo para descubrir bajo los toldos de las barracas de San Isidro la grotesca traza de los fenómenos de feria, monstruos de carne y hueso, o de trampa y cartón como la mujer (niña) araña que encerrada en su duro caparazón pintarrajeado daba lecciones de imposible biología a los ingenuos que caían atrapados en sus redes de oropel. En las riberas del fabuloso río, que se inventaron los madrileños tejiendo puentes desmesurados sobre su mísero cauce, se celebraban las fies...

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Fue el pintor y cronista Gutiérrez Solana, tan cáustico con el pincel como con la pluma, excelentísimo guía, explorador de buen ojo para descubrir bajo los toldos de las barracas de San Isidro la grotesca traza de los fenómenos de feria, monstruos de carne y hueso, o de trampa y cartón como la mujer (niña) araña que encerrada en su duro caparazón pintarrajeado daba lecciones de imposible biología a los ingenuos que caían atrapados en sus redes de oropel. En las riberas del fabuloso río, que se inventaron los madrileños tejiendo puentes desmesurados sobre su mísero cauce, se celebraban las fiestas, verbenas y romerías en honor del humilde y rústico patrón, guía y ejemplo de absentistas místicos que dejaba en manos de los ángeles mulas y arados, anteponiendo la devoción a la obligación, sin riesgo de ser enviado a las tinieblas del desempleo porque sus seráficos sustitutos labraban por él los campos de su amo Iván de Vargas. Un día al buen Isidro se le fue el santo al cielo demasiado tiempo y cuando volvió en sí se encontró con que los ángeles se habían pasado de la raya y habían sembrado de asfalto y hormigón los campos hasta donde se pierde la vista, y de aquella siembra había nacido, una ciudad que no necesitaba de sus oficios, como labrador, pero sí de sus plegarias por los pobres condenados a vivir en las celdillas de la descomunal colmena. Siguió teniendo el santo su verbena en las orillas del sufrido Manzanares, caudal de ingenio, ya que no de aguas, sobre el que discurrieron poetas festivos y ciudadanos chuscos. Pero el santo ya no estaba, que se había retirado a las praderas celestiales y desde allí agradecía protocolariamente los homenajes, excusando su asistencia, pues nada pintaba en semejante urbano un santo agrícola, expuesto a perderse en un bosque de semáforos a la sombra de hostiles mastodontes que reducían al hombre al tamaño y los hábitos de las termitas.Fue languideciendo lentamente la fiesta ante la indiferencia de su santo patrón, y su multitudínaria y famosa verbena de las orillas del río es ahora tan modesta y desangelada como el afluente. Hoy el fenómeno más notable que puede contemplarse en la pradera es el que alberga la ciclópea barraca del Vicente Calderón, monstruo vocinglero y voraz que se ha tragado la verbena misma, cobrando a los feriantes que se instalan en los alrededores del estadio del Manzanares su tributo y haciéndoles contumaz competencia con su propia miniferia de barracas inflables atrapaniños y engañabobos. En una estrecha franja a lo largo del río se instalan todavía algunas casamatas de tiro al blanco, pim-pam-pum o de coches de choque y sus inquilinos se lamentan de la larga agonía de su mundo itinerante y fantástico. Hoy la verbena de San Isidro es un triste remedo de verbena del pueblo, tan modesta que ni siquiera se levanta en sus dominios una mísera nona que siempre fuera símbolo y emblema en ferias de cierto poderío.

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