Tribuna:

El sentido de la vida

Dicen que la gente que logra deshabituarse de Madrid no vuelve. A lo mejor no se va. He pasado estos días de penitencia y cirios en un pueblo, junto a unos amigos que hace años huyeron del tráfico jurando que no volverían por nada. Y no han vuelto, pero no he logrado hablar con ellos de otra cosa que no fuera Madrid. Estabas desayunando y de repente te preguntaban por un bar de la calle Libertad o por un restaurante económico de Echegaray. Si contestabas que hacía años que no pasabas por allí, te miraban raro, como si vivieras en Nueva York e intentaras hacerles creer por algún motivo inconfes...

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Dicen que la gente que logra deshabituarse de Madrid no vuelve. A lo mejor no se va. He pasado estos días de penitencia y cirios en un pueblo, junto a unos amigos que hace años huyeron del tráfico jurando que no volverían por nada. Y no han vuelto, pero no he logrado hablar con ellos de otra cosa que no fuera Madrid. Estabas desayunando y de repente te preguntaban por un bar de la calle Libertad o por un restaurante económico de Echegaray. Si contestabas que hacía años que no pasabas por allí, te miraban raro, como si vivieras en Nueva York e intentaras hacerles creer por algún motivo inconfesable que continuabas en Madrid. No comprendían que esta ciudad se ha convertido en una red por la que puedes deslizarte de un extremo a otro sin atravesar ningún punto troncal. Continuaban empeñados en la existencia de lugares sagrados, 0 neurálgicos, sin los cuales no podría existir Madrid, al menos el de su memoria. Advertí que estaban atrapados en una ciudad imaginaria, aunque no por eso menos real que la mía.La gente que se deshabitúa de Madrid jura, que no volvería a ningún precio al agobio de su circulación, a la dureza de sus calles o al precio de sus alquileres. Pero si pasas con ellos unos días te recuerdan a los viejos exiliados políticos de la época de Franco, que lloraban por volver al país que detestaban. Durante el exilio, la memoria ha ido eliminando de su recuerdo todo lo que no era especialmente significativo, y han confeccionado un mapa disparatado que recorren una y otra vez, obsesivamente, a la espera dé que les diga algo que quizá es esencial para sus vidas. Estos amigos con los que he ido de procesiones y de copas durante la Semana Santa recordaban, además de los bares de Libertad y los restaurantes de Echegaray, el Museo del Prado y la biblioteca del Ateneo. Curiosamente, sentían una gran nostalgia por la M-30 y por el servicio de urgencias del Ramón y Cajal, adonde acudían con frecuencia para aliviar las crisis respitatorias del mayor de sus hijos. Con esos cuatro o cinco elementos urbanísticos o arquitectónicos habían construido en su imaginación una ciudad monstruosa, desproporcionada, pero era su ciudad y no había forma de sacarles de ella. Cuando se acostaban, cogían sin duda un coche imaginario y se pasaban la noche dando vueltas por una M-30 absurda que comunicaba la biblioteca del Ateneo con un bar de la calle Libertad o un restaurante económico de Echegaray. Habían leído en él periódico que los médicos del Ramón y Cajal se habían negado a realizar la autopsia a una fallecida -de Creutzfeldt-Jacob, por considerarla extremadamente peligrosa, y estaban de acuerdo con el diagnóstioco, pero es que el cadáver, en su imaginación, era más grande que su Madrid fantástico.

Cuando pasas unos días con esta clase de exiliados, te das cuenta de que tú no eres muy diferente de ellos. Dentro de ti, sin que lo sepas, hay ya un Madrid que poco tiene que ver con el real, constituido por un conjunto desordenado de esquinas, bares, ventanas; un Madrid fantasmal que cuando te vas de vacaciones emerge de entre las turbias aguas de la conciencia y te devuelve una identidad de la que no sabías que eras portador. Así, mientras prendes fuego a la chimenea de una casa lejana, donde te han invitado a pasar unos días de recogimiento, en esa ciudad su mergible se encienden de súbito las luces y, una sombra, quizá la tuya, comienza a recorrer sus calles con el desamparo o la audacia. que te son característicos.

Y es que en Madrid a todos se nos ha perdido algo de lo que depende nuestra existencia. Para unos, será un rostro que hace años vieron en un vagón de metro y no se les ha vuelto a aparecer; para otros, una página que leyeron en una biblioteca pública y olvidaron con la dureza de los años. Para muchos, su propia adolescencia, cuyos miembros, tras el estallido de la juventud, quedaron dispersos por el empedrado de un barrio que a lo mejor ya sólo existe en su memoria. El caso es que vayas o vuelvas siempre estás en el mismo sitio, a la espera de una frase, un rostro, una imagen, un centro de urgencias o una esquina que te revele el sentido de la vida.

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