Tribuna:DEBATE SOBRE LA CONVERGENCIA

El déficit y el tratado

El reciente artículo del profesor Mas Colell sobre la reducción de nuestro déficit público (EL PAÍS, 24 de febrero) da pie a reflexionar sobre lo que será una de las tareas más complejas e interesantes, no ya de la política económica, sino de la política a secas de nuestro país en los próximos años: dotarnos de un Estado suficiente, justo y que nuestra economía pueda sustentar de forma permanente. Escribo lo que sigue como una reflexión más sobre un asunto en que quedan aún cosas por decir, y partiendo de una convicción que no justificaré aquí.A saber: que la reducción del déficit a la ...

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El reciente artículo del profesor Mas Colell sobre la reducción de nuestro déficit público (EL PAÍS, 24 de febrero) da pie a reflexionar sobre lo que será una de las tareas más complejas e interesantes, no ya de la política económica, sino de la política a secas de nuestro país en los próximos años: dotarnos de un Estado suficiente, justo y que nuestra economía pueda sustentar de forma permanente. Escribo lo que sigue como una reflexión más sobre un asunto en que quedan aún cosas por decir, y partiendo de una convicción que no justificaré aquí.A saber: que la reducción del déficit a la que nos comprometimos al firmar el Tratado de Maastricht -recordémoslo: nuestro compromiso es bajar del 5,9% al 3% del Producto Interior Bruto (PIB) entre diciembre de 1995 y diciembre de 1997- es posible sin atentar a nuestros derechos fundamentales ni al nivel de bienestar de que hoy disfrutamos.

Preocupa al profesor Mas Colell que el calendario impuesto por el Tratado en materia de reducción del déficit nos obligue a hacer mal el ajuste: a cortar por lo más fácil, y no por lo más supérfluo, y nos quede así un Presupuesto más reducido, pero también menos eficiente o más injusto.

Propone Mas Colell, como alternativa a ese potencia] estropicio, un calendario más pausado, con un ritmo de reducción del déficit del orden de medio punto porcentual al año, que nos situaría en el 3% prometido hacia el año 2001, pero que permitiría ir conteniendo el crecimiento del gasto global de forma, ordenada y más acorde con las prioridades generales de nuestra sociedad.

Comparto su temor, pero no puedo suscribir su propuesta: creo que, si se adoptase la alternativa que sugiere, veríamos, en un plazo de dos o tres años, cómo el déficit público seguería aproximadamente igual que al principio.

En apoyo de esta afirmación, que no tiene nada de científico, daré tres argumentos, dos accesorios y más de fondo el tercero. El primero es que el objetivo de reducción del déficit en un Presupuesto ha de tener una magnitud mínima que haga difícil su enmascaramiento: si la meta fuera sólo de medio punto porcentual -unos 350.000 millones en 1995- aún sería posible crear la ilusión de haberla alcanzado por procedimientos contables y financieros cuyo manejo, aún dentro de la legalidad, permitiría dejar inalterada la verdadera cifra del gasto. El efecto logrado sería, naturalmente, transitorio; pero cuando las cifras reales fueran conocidas ya habría pasado un tiempo precioso.

El segundo argumento que expongo es que un objetivo modesto no enfrenta a la Administración con la necesidad de acometer reformas profundas: se siguen haciendo ajustes en las partidas más fáciles -precisamente lo que quería evitar- porque nadie quiere afrontar el coste de un conflicto serio por una pequeña cantidad.

Y la razón de fondo, que sirve de base a los argumentos anteriores, es que un Gobierno sólo se resigna a una moderación significativa del gasto en situaciones de gran necesidad, ante la amenaza inminente de una crisis financiera o cambiaría. Sólo en circunstancias de extrema gravedad puede un ministro de Hacienda inducir a sus colegas del Consejo a moderar lo que, para muchos, constituye el objeto de su principal actividad: el gasto.

La exhortación a un esfuerzo sostenido y tenaz sólo sirve para que se posponga el mal trago; y por ello estimo que un cambio en la tendencia del gasto como el que necesitamos no se logra gradualmente, sino de una vez.

Creo, además, que los mercados -cuyo juego determina la evolución de nuestros tipos de interés- son de la misma opinión: ya costo cierto es fuerzo convencerles, a principios de 1995, de la seriedad de nuestro compromiso frente a un objetivo de reducción del déficit de 0,8 puntos porcentuales del PIB, que muchos consideraban en exceso modesto; se conformaron entonces con la promesa de una reducción bastante mayor para 1996 y 1997, pero una propuesta de ir a ritmo más lento sería probablemente mal recibida.

Y no nos hagamos ilusiones: es tan fugaz la atención que los grandes inversores prestan a España, que nuestros tipos de interés habrían subido antes de darnos ocasión a exponer nuestras razones.

Me parece, pues, que la verdadera disyuntiva que se plantea no está entre un ajuste rápido y uno más lento. Se plantea en unos términos que a mí tampoco me gustan: o imprimir un cambio en la tendencia del gasto ahora, cumpliendo los compromisos adquiridos, o vernos forzados por las circunstancias a hacerlo más tarde, y en peores condiciones.

El riesgo que puede suponer tomar esa iniciativa solamente se justifica, para un político, por una situación muy adversa -como la crisis de balanza de pagos de 1959- o por la promesa de un premio muy apreciado, como sería culminar nuestra integración en el núcleo de Europa, con unión monetaria o sin ella.

Es en esa perspectiva que hay que valorar la utilidad práctica del calendario de convergencia: puede parecer arbitrario, en términos estrictamente económicos, pero eso es lo de menos, si sirve para poner una fecha a un esfuerzo que hemos de realizar tarde o temprano -porque el déficit nunca se reducirá sin esfuerzo.

En el esquema de política económica de un país como el nuestro -y no creo que en esto nos diferenciemos de nuestros socios- la reducción del déficit es un objetivo; la contención del gasto público, un medio; el Tratado, un pretexto.

Alfredo Pastor, profesor de IESE y de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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