Tribuna:

La misma losa

"Bajo la misma losa han padecido las libertades públicas españolas y las apetencias autonomistas catalanas. ¿Tiene algo de notable o de extraordinario que hayan renacido juntas?". Esta sencilla descripción histórica de los hechos, que podemos encontrar en los discursos sobre el estatuto de Cataluña de don Manuel Azaña, no habrá pasado inadvertida a un atento lector de él como es José María Aznar. Si la traigo hoy a colación es porque estimo que, al margen las cábalas y sumas que se hacen sobre las condiciones en que ha de formarse el próximo Gobierno, existe una cuestión de mucha mayor trascen...

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"Bajo la misma losa han padecido las libertades públicas españolas y las apetencias autonomistas catalanas. ¿Tiene algo de notable o de extraordinario que hayan renacido juntas?". Esta sencilla descripción histórica de los hechos, que podemos encontrar en los discursos sobre el estatuto de Cataluña de don Manuel Azaña, no habrá pasado inadvertida a un atento lector de él como es José María Aznar. Si la traigo hoy a colación es porque estimo que, al margen las cábalas y sumas que se hacen sobre las condiciones en que ha de formarse el próximo Gobierno, existe una cuestión de mucha mayor trascendencia acerca de la cual es inevitable que giren los debates futuros. Se refiere a la capacidad o la esperanza que puede tener la derecha en este país de formar una mayoría absoluta, o al menos suficiente, para gobernar en solitario. La pregunta, formulada de manera un tanto primitiva, podría establecerse en los mismos términos en los que me la hacía un interlocutor afecto al PP: "¿Qué tiene que pasar, o qué tenemos que hacer, para que la derecha gane y se hagan las cosas que son necesarias? ¿Cuándo vamos a ver algo semejante?". La respuesta es, probablemente, nunca, al menos mientras siga siendo esta derecha que se ha presentado a las elecciones bajo el signo del españolismo y que en la noche del 3 de marzo increpaba al presidente de la Generalitat de Cataluña por no hablar en castellano.Las condiciones en que afrontaba el PP los recientes comicios eran inmejorables para sus expectativas. Frente a él se hallaba un PSOE arrasado por los escándalos de corrupción, acusado de crímenes de Estado, y que sumaba a su zarandeado semblante el cansancio inevitable que trece años de gobernación producen en la opinión pública. Podía presumirse que Izquierda Unida, pese a las carencias de su líder, lograría arrancarle un buen número de votos desde la "pureza de la izquierda" y que algunos antiguos electores socialistas, se sumarían al proyecto popular, que Aznar se había esforzado en identificar con posiciones de centro. Por si fuera poco, por vez primera la derecha se presentaba a las elecciones unida, o bien porque la extrema derecha ha desaparecido en este país, como optimistamente y contra toda evidencia el propio Aznar ha dicho, o porque, más probablemente, sus dirigentes y seguidores decidieron sumarse al esfuerzo común por desalojar a Felipe González de La Moncloa. Los nacionalistas, por su parte, notablemente los catalanes, podían pagar la factura de haber apoyado al Gabinete socialista. De modo que es comprensible la decepción y el desconcierto que los resultados de hace una semana produjeron en las filas y en la cabeza del PP al comprobar que en las mejores circunstancias posibles eran incapaces de obtener sufragios suficientes como para garantizar una gobernación cómoda y duradera. La interrogante es saber si nos encontramos ante un fenómeno coyuntural o ante una estructura lógica del reparto del voto en este país, que hace inevitable la existencia de gobiernos de coalición o que sean fruto de pactos entre los partidos. Y, si es así, cómo hay que enfocar el futuro para que no lo protagonicen gabinetes débiles y poco durables, con el consiguiente perjuicio para los intereses generales.

En realidad los obstáculos que se alzan contra las mayorías absolutas en nuestro país residen fundamentalmente en la Constitución, que consagra el sistema proporcional para las elecciones. El método D'Hont y la circunscripción provincial corrigen convenientemente esta proporcionalidad, pero no la anulan. Por otra parte, el modelo responde, en gran medida, a la voluntad constituyente de garantizar que los partidos nacionalistas estuvieran presentes y con la representación adecuada en las Cortes Generales, impulsando así una integración necesaria de aquéllos en el proyecto de Estado unitario. Si el PSOE pudo conjurar estas dificultades y alzarse con la mayoría absoluta en tres ocasiones se debió, en primer lugar, a la respuesta de la población al intento de golpe de Estado de 1981 y a la destrucción del partido del centro. Pero también, y en no desdeñable medida, al hecho de que tanto los socialistas como los comunistas adoptaron desde un principio la fórmula federal para sus partidos, de forma que el votante socialista en Cataluña no tiene por qué abdicar de sus sentimientos o su condición de nacionalista, mientras que el PP viene representando a lo que confusamente podríamos describir como la derecha españolista.

Nunca he simpatizado con los movimientos nacionalistas, debido a sus constantes pulsiones agresivas y separadoras, de las que son corolario obvio sucesos como los de la antigua Yugoslavia. Las lecturas de Russell me ayudaron a comprender hasta qué punto el nacionalismo ha sido el cáncer de la historia de este siglo. Pero a estas alturas no me cabe duda, sin embargo, de que el nacionalismo más preocupante de cuantos han existido entre nosotros es el español, en cuyo nombre se aplastaron no sólo las diferencias lingüísticas y las aspiraciones políticas de los pueblos de la Península, sino las libertades públicas en general. La concepción de España que heredamos después de las guerras carlistas y de la Restauración respondía fielmente a la imagen de un Estado unitario poco respetuoso de las particularidades de cada quien. La dictadura de Primo de Rivera, en palabras otra vez de Azaña, maltrató al nacionalismo catalán y al liberalismo español. Otro tanto haría el general Franco (al que el cantante Raphael se permitió evocar elogiosamente al pedir el voto para el PP), que sumó a las tesis de su régimen nada menos que la voluntad de imperio. En nombre de la unidad de España se ha cometido toda clase de feroces atropellos contra los españoles, fueran éstos del País Vasco o de Andalucía.

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Desde el principio resultó evidente que el principal problema para la construcción de la democracia española iba a ser la articulación de las autonomías y la integración de los proyectos catalán y vasco -en menor medida el gallego-. Veinte años más tarde puede decirse que mucho se ha andado en este terreno, especialmente en Cataluña, y en particular gracias a los esfuerzos y a la visión dinámica y modernizadora del nacionalismo que tuvo Tarradellas, primer presidente de la Generalitat en este periodo. Pero la derecha españolista no ha renunciado a tener una presencia fuerte en esa autonomía, tratando de rentabilizar los agravios sentidos por la población inmigrante y los excesos y errores cometidos por el catalismo radical.

Sería injusto responsabilizar a Aznar personal o primordialmente de un problema que viene de lejos y que mucho tiene que ver con los rasgos de intolerancia que protagonizan la historia de nuestro país. También sería absurdo idealizar el fenómeno autonómico o los movimientos nacionalistas, que con frecuencia han utilizado el victimismo frente a Madrid de manera demagógica e interesada. Pero no se pueden desconocer los esfuerzos recientes de Jordi Pujol por contribuir a una concepción diferente de España mientras durante los últimos años era contundentemente atacado por su apoyo al Gobierno de Madrid, precisamente desde las filas de quienes hoy se ven obligados a implorar su asistencia. La existencia de! focos de incomprensión y desigualdad en Cataluña, atizados por los problemas lingüísticos o la realidad económica, no puede hacemos creer que España está en peligro. Lo que está en peligro es una manera concreta de mirar y pensar España, una visión heredada de la dictadura, de la que todavía guardamos no pocos resabios, que resulta contraria a la Constitución y al tiempo en que vivimos. La, gran tarea para la derecha española, después de su tímido triunfo en las últimas elecciones, es deshacerse de ese legado histórico de incomprensión y arrogancia, y asumir el compromiso federal que nuestra democracia y nuestra inevitable realidad implican. Es una tarea histórica, y también titánica, porque implica mucha reflexión y no se encuentran los intelectuales que la lleven a cabo, además de una clara decisión política, y porque no significa una rendición a los planteamientos nacionalistas, sino un despojarse del casticismo y del espíritu cañí. De lo contrario, es imposible que aspire a gobernar con mayoría absoluta, ni siquiera con una mayoría cómoda, ni aun con el respeto y el apoyo de los nacionalistas.

Por lo demás, de la forma en que José María Aznar pueda encarar este problema, que trasciende con mucho el resultado de las elecciones, dependerá la estabilidad y fortaleza del Gabinete que forme. Pero ya es una paradoja que quien se ha esforzado durante tanto tiempo por conquistar el centro tenga que emprender ahora un apresurado viaje hacia la periferia.

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