Tribuna:

Los políticos y la Historia

La desaparición del ex presidente. Mitterrand, de quien tantas veces se ha dicho, en muy pocos días, que "ha entrado en la Historia" o "ha marcado con su sello la historia de Francia" (o la de Europa, o la del siglo XX) y varias otras frases por el estilo, suministra un buen motivo para detenerse a pensar en las relaciones entre los hombres públicos y la Historia (con o sin mayúscula: mera cuestión de poner o no énfasis y solemnidad en la sentencia).Empecemos distinguiendo entre la Historia (9 historia) y los hechos. Dicho de otro modo, y a guisa de ejemplo: una cosa es el siglo XX, y otra, qu...

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La desaparición del ex presidente. Mitterrand, de quien tantas veces se ha dicho, en muy pocos días, que "ha entrado en la Historia" o "ha marcado con su sello la historia de Francia" (o la de Europa, o la del siglo XX) y varias otras frases por el estilo, suministra un buen motivo para detenerse a pensar en las relaciones entre los hombres públicos y la Historia (con o sin mayúscula: mera cuestión de poner o no énfasis y solemnidad en la sentencia).Empecemos distinguiendo entre la Historia (9 historia) y los hechos. Dicho de otro modo, y a guisa de ejemplo: una cosa es el siglo XX, y otra, que puede ser muy distinta, la historia del siglo XX. O, para decirlo mejor, las historias del siglo XX; porque hay varias y, a veces, se parecen muy poco entre sí. Hay historias que se pasean como damas distraídas, sin fijarse en unos hechos que son reales y, a menudo, importantes; y lo malo es que su distracción no es, con frecuencia, sino aparente: ven las cosas, pero hacen como si no las hubieran visto. Y las hay que parecen caprichosas y fantaseadoras a fuerza de presentamos, como versiones fieles y veraces, tremendas deformaciones de la realidad; y lo malo es que, con frecuencia, la deforman adrede, sabiendo que es falso aquello en que quieren hacemos creer. Cosa harto conocida, pues y no en vano dice la sabiduría popular, escarmentada, lo de "así se escribe la historia".

Se ha dicho no pocas veces, tratando sobre todo de las guerras y sus consecuencias, que la historia, la escriben los vencedores. La verdad es que los vencedores -militares o civiles- suelen andar cortos de tiempo y, salvo excepciones (por ejemplo, Julio César en la antigüedad; Churchill, de Gaulle o Eisenhower en nuestros días), encargan de escribirla a quienes están, directa o indirectamente, a su servicio (retribuido, por supuesto); y entonces el resultado es aún peor. De ello pueden consolamos hechos tales como el ensanchamiento de los espacios de libertad en el mundo, o los progresos técnicos y científicos aplicados a la investigación del pasado, próximo o remoto (incluidas la rapidez y la abundancia crecientes de las comunicaciones), que contribuyen en buena medida al descubrimiento de la realidad y al desenmascaramiento de las patrañas; pero sólo hasta cierto punto, porque esos espacios de libertad son todavía limitados, y esos progresos se ponen lo mismo al servicio del deseo de veracidad que del afán de ocultar, disimular o desfigurar los hechos. Por lo que entre estos últimos, y la historia sigue mediando a menudo un trecho muy considerable.

Aun cuando pretendan otra cosa aquellos historiadores cuyas versiones de los acontecimientos son las más aceptadas en determinados momento y lugares, ' eso de "entrar en la Historia" o de "marcar con su sello la Historia" no equivale, pues, necesariamente a haber desempeñado, de hecho, un papel realmente trascendental, o a haberlo desempeñado en el sentido y con la intención que se atribuyen al sujeto de que se trate.

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Aunque, evidentemente, son las personas las que hacen las cosas, no es menos cierto que muchas veces las hacen a remolque o a empuje de unos hechos a cuya génesis son ajenos, e incluso contrarios, los propios actores. Para citarlo de nuevo, el Mitterrand que han conocido los menores de 45 años es un producto auténtico de la V República instaurada y moldeada por De Gaulle, o sea, del régimen que el Mitterrand que conocimos los mayores de esa edad (y del cual muchos de nosotros parecen haberse olvidado) hizo cuanto pudo para evitar que se instaurase, y se consolidase. (Inversamente, y si el mitterrandismo consiste -como hace poco sostenía Alain Touraine en este mismo periódico en compaginar artificialmente una política proeuropea liberal con un intervencionismo social apoyado en el sector público, pocas cosas hay más mitterrandistas que el programa electoral, utópicamente contradictorio, que dio el triunfo a Chirac en 1995). Si hubiese perdurado la IV República, con la que fue ministro a todas horas y en la que se movía como pez en el agua, Mitterrand habría sido un Andreotti a la francesa que habría influido decisivamente en los acontecimientos, pero sólo Dios sabe en qué sentido, y sil vida pública habría sido, des de 1958, muy distinta de lo que fue. Del mismo modo, la vida pública pongo por caso del general Franco habría sido muy distinta de lo que fue si no hubieran muerto prematuramente los generales Sanjurjo y Mola y los políticos José Calvo Sotelo y José Antonio Primo de Rivera. Y el lector perdone esta obviedad; pero es que importa mucho mirar bien, cuando se oye decir que un personaje público "ha entrado en la Historia", o "ha dejado su marca en la Historia", hasta qué punto es la realidad circundante la que ha entrado en él y lo ha marcado; y también hasta qué punto esa Historia -con o sin mayúscula- coincide con esa realidad.

Ello es particularmente importante en nuestro siglo XX, en el que la democracia de masas ha favorecido el caudillismo político, contrariamente a lo que se había esperado que sería la consecuencia de la generalización progresiva de los regímenes democráticos. No sólo allí donde éstos han sido instaurados o restaurados después de experiencias fascistas o fascistoides, comunistas o comunistoides, sino incluso en países de tradición liberal ininterrumpida -o sólo interrumpida brevemente los partidos políticos tienden a revestir formas cada vez más caudillistas; y allí donde faltan contrapesos que pongan freno a la partidocracia ascendente, la vida pública se empobrece al ir rebajándose al nivel de una pelea de gallos. A lo que está contribuyendo poderosamente -como es de todos sabido, aunque no por todos confesado- la televisión, reveladora implacable de la medida en que cada uno de nuestros gallos políticos posee ese don personalísimo que se ha dado en. llamar carisma y que no es sino ese atractivo que, en castellano, hemos llamado toda la vida gancho.

José Miguel de Azaola es escritor.

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