Tribuna:

El ermitaño de Tánger

Desde la casa de Claudio Bravo, en las colinas de Tánger, se divisa el estrecho de Gibraltar, la procesión de barcos que lo cruzan de ida o de venida, y si no hay neblina, en la otra orilla, la silueta de España. La casa es del siglo XVIII y en ella veranearon reyes y príncipes y rumiaron su exilio gentes poderosas. El ermitaño que ahora la habita es una curiosa mezcla de monje laico; aristócrata solitario y artista de vida ascética y paleta sensual. Está rodeada de jardines que ascienden y se desparraman por las faldas del cerro, interminablemente, diferenciándose y al mismo tiempo con...

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Desde la casa de Claudio Bravo, en las colinas de Tánger, se divisa el estrecho de Gibraltar, la procesión de barcos que lo cruzan de ida o de venida, y si no hay neblina, en la otra orilla, la silueta de España. La casa es del siglo XVIII y en ella veranearon reyes y príncipes y rumiaron su exilio gentes poderosas. El ermitaño que ahora la habita es una curiosa mezcla de monje laico; aristócrata solitario y artista de vida ascética y paleta sensual. Está rodeada de jardines que ascienden y se desparraman por las faldas del cerro, interminablemente, diferenciándose y al mismo tiempo conservando una subterránea unidad: hay el jardín japonés y el jardín romántico -con esculturas de Benlliure-, un bosque de altos árboles donde conviven especies nativas y exóticas, una huerta con hortalizas y viñedos, un palomar chismográfico y, entre otras sorpresas, un rincón de estelas funerarias con inscripciones hebreas de tiempos añosos. Un orden inflexible, misterioso, armoniza esta diversidad y es el secreto de la cautivante atmósfera que confiere al lugar su poderosa, fría, personalidad.Ello es todavía más evidente en el interior de la enorme mansión. Vastas estancias de altísimos techos, donde hace siempre un agradable fresco aunque la temperatura del exterior sea inclemente. Rancios anaqueles de maderas olorosas con innumerables libros de arte -maestros renacentistas, sobre todo- ordenados con precisión maniática, broncos romanos, urnas griegas, vasos egipcios, porcelanas austriacas, máscaras del África, objetos venidos de los cuatro rincones del mundo y de todas las culturas imaginables, pero esta abundancia no da la sensación de la plétora, el fárrago o la asfixia del espacio: todo respira con comodidad y está siempre en su sitio. Porque ninguno de estos cuadros, esculturas, muebles, artesanías o curiosidades está aquí cumpliendo la servidumbre de una representación, como muestra de lo genérico, sino por derecho propio, por su valor específico y elección del ojo zahorí de quien lo descubrió, seleccionó y le asignó el lugar que ahora ocupa y que parece consubstanciarse con él como la forma y el fondo en un poema o un cuadro acabados.Hay algo inquietante y sobrecogedor en un mundo tan ordenado como el que ha construido Claudio Bravo en su casa de Tánger (y ése debe ser también el caso de su otro refugio, en las antípodas, el extremo sur de Chile, adonde va a pintar -también en empecinada soledad- en los inviernos norafricanos). No es suficiente decir que los objetos que la pueblan son bellos, interesantes, que el refinamiento del gusto que allí reina es extremo, aunque no desmedido. Porque lo que la memoria retiene del lugar es, antes que la delicadeza, lo insólito o la maravilla de lo particular y concreto, la disposición inquietante del conjunto, las simetrías, las afinidades, las asonancias, los contrastes que van enhebrando un jarrón de cristal con un mortero de piedra, la naturaleza muerta de un óleo con un sofá de cuero, las volutas de una cenefa con un caballito de madera y un enjambre de bastones con el entramado de una celosía, hasta conformar una totalidad coherente, un ser compacto, semejante al de una catedral, una sinfonía o una novela. Nada desentona, todo se corresponde y complementa, los colores, los volúmenes, los vacíos, las luces y las sombras, las funciones, las ideas, los sueños y las técnicas que hicieron posible cada una de las piezas de esta casa, que, sin ser un museo -aunque algo tiene de la severidad que suele embargarlos-, pertenece, como éstos cuando son dignos de renombre, más al mundo de la fantasía y la invención que a la desordenada realidad.

La casa de Claudio Bravo está en Tánger, pero podría estar en Auckland, Nairobi, San Salvador, la isla de Manhattan o Tombuctú. La luz del cielo no tendría la dorada sensualidad que aquí posee cada mediodía, sin duda, y variarían ciertas plantas o flores de su jardín, pero, en lo demás, sería idéntica, pues esta casa no refleja la geografía ni cultura que la enmarcan -en verdad, las exorciza-, sino las manías, los fantasmas y deseos de su habitante y creador, el ilusionista que la fue inventando, rehaciéndola, amoldándola a los caprichos de su imaginación, a sus intuiciones y gustos, disfrazándola, poblándola y organizándola con la paciencia, la locura y la testarudez con que se forja una obra de arte, hasta -logro supremo del prestidigitador- sacarla de la realidad y volverla ilusión.Como su casa, como el estudio donde trabaja -en el segundo piso, rodeado de balcones por donde asoman las crestas de unas palmeras y la espuma del mar-, acaso el único en la historia de los artistas donde todo brille con limpieza dental y no se divise una manchita de pintura en las paredes, un pincel fuera de los botes, un banquillo, bastidor o sillón separados del sitio que, se diría, ocupa por bendición o maldición fatídica, la pintura de Claudio Bravo no es de este mundo, no es réplica de la realidad aprehensible y retratable que gozamos y padecemos. Ella es una ficción. Es cierto que se parece al mundo en que vivimos, pero sólo a primera vista, superficialmente. En verdad, ese parecido es un espejismo, otra hazaña de ese mago eficiente. La realidad -la vida- es siempre desorden, mezcla, caos, imperfección, pasión. La pintura de Claudio Bravo es la negación de todo aquello, es decir, orden, claridad, pureza, lucidez, formas perfectas y contenidos suficientes, abolición del instinto y los sentimientos. Esa belleza no ha sido creada para expresar el mundo real, sino para reemplazarlo por otro mejor.

Por eso, llamar 'realista' a su pintura, o, peor aún, 'hiperrealista', es tan desatinado como llamar sólida al agua o granítica a la nube. Si hay que llamarla algo, además de lo que en verdad es -una realidad plástica en la que el dominio absoluto de la técnica se alía con una visión congeladora y hedonista para la desnaturalización esencial del mundo real-, habría que llamarla 'surrealista', porque, en ella, los fantasmas más recónditos del inconsciente comparecen para disimuladamente alterar la esencia de la realidad que fingen reproducir, y porque en ella desempeñan papeles protagónicos lo insólito y lo 'maravilloso cotidiano'. Pero la pintura de Claudio Bravo es demasiado respetuosa de la gran tradición clásica, de la que ha aprendido el rigor y la sabiduría artesana, y demasiado desdeñosa de la gesticulación ética y emocional a la que André Breton y sus discípulos conferían rango de valores artísticos -el dicterio, la provocación, la rebeldía contra lo establecido- para que pueda aso-

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El ermitaño de Tánger

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