Tribuna:

Crisis del socialismo, crisis de la democracia

En vista de nuestra nueva situación histórica, la crisis del socialismo occidental (y de su homólogo en EE UU, la tradición reformista) es comprensible. Los partidos socialistas democráticos de Europa occidental y los herederos del new deal de Roosevelt llevaron a las naciones occidentales a una prosperidad y estabilidad extraordinarias. A la opinión pública occidental difícilmente se le ha podido olvidar, pero ¿por qué se recurre tan poco a la experiencia, por qué hay tanta resistencia a experimentar en nuestro espacio histórico relativamente libre? La opinión pública parece compartir ...

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En vista de nuestra nueva situación histórica, la crisis del socialismo occidental (y de su homólogo en EE UU, la tradición reformista) es comprensible. Los partidos socialistas democráticos de Europa occidental y los herederos del new deal de Roosevelt llevaron a las naciones occidentales a una prosperidad y estabilidad extraordinarias. A la opinión pública occidental difícilmente se le ha podido olvidar, pero ¿por qué se recurre tan poco a la experiencia, por qué hay tanta resistencia a experimentar en nuestro espacio histórico relativamente libre? La opinión pública parece compartir el gran temor de las élites, el que nuestras sociedades sean frágiles. La crisis del socialismo es, de hecho, una crisis de la democracia..El socialismo occidental no es completamente posfaustiano: tres almas habitan en su pecho. Ha buscado la dignidad material para aquellos que, de otra manera, se verían degradados por el poder ciego del mercado. Insiste en la idea democrática radical de una opinión pública soberana. La transformación, no la elevación de la naturaleza humana, sigue siendo su fin sublime. Al parecer, a pesar de los logros de la pasada mitad de siglo, estos valores, se encuentran ahora fuera del alcance en un horizonte histórico en recesión perpetua. Razón de más para un nuevo proyecto social.

Es verdad que los detractores del socialismo parecen más bien frères ennemis. El cristianismo social (también en EE UU) ha abrazado la solidaridad. El liberalismo busca una ciudadanía bien formada. Sin embargo, la torpeza de nuestra sociedad hace que la profundización de la democracia sea cada vez más problemática. A pesar de las reminiscencias de una sociead civil, los trabajadores prósperos se han convertido en ciudadanos pasivos, aunque sean consumidores activos. El resultado es una sociedad atomizada.

A la generación de 1968, estos problemas le parecían graves, pero la generación de 1989 se enfrenta a éstos y a más todavía. El mercado mundial extirpa las fronteras. La productividad del trabajo en la época electrónica va dejando cada vez a más personas relegadas a un trabajo irregular, o a media jornada, o a un desempleo duradero. Los economistas que alaban la flexibilidad del nuevo mercado laboral secundario (a menudo profesores con empleo financiado por los contribuyentes) prefieren hacer caso omiso de sus elevados costes sociales. Los partidos socialistas, no, pero sus ideas sobre el trabajo son obsoletas. Algupos de los sindicatos (CFDT en Francia; IG Metall, en Alemania) tienen nuevos proyectos, pero los partidos son lentos a la hora de responder.

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Entretanto, el aumento general del nivel educativo no ha incrementado considerablemente la capacidad de la opinión pública para criticar el habitual cinismo de gran parte de los medios de comunicación o la arrogancia de los burócratas en los ministerios. Los brotes de protesta contra asuntos aislados o una irritada antipolítica difícilmente se pueden considerar compensaciones para el déficit social. El primitivismo ideológico de la nueva derecha ha invadido el vacío que hay en el centro de la vida pública. Fini, Haider, Le Pen (y el gran partido norteamericano de la ira y el resentimiento), han ganado electores de los partidos de la izquierda. Qué duda cabe que a los republicanos les han parado los pies en Alemania de momento: al fin y al cabo, Freud escribió sobre la defensa a través de la incorporación. En EE UU, una nueva dirección nacional de sindicatos está haciendo un nuevo y poderoso esfuerzo organizativo y ha evocado la decadencia del nivel de vida en un lenguaje que recuerda a los años cuarenta. Es demasiado temprano para predecir una renovación de la democracia social norteamericana (pero es lo único que puede evitar un mayor declive hacia el darwinismo social y el autoritarismo político).

Aunque los partidos socialistas sufran la falta de un proyecto coherente para enfrentarse a la nueva economía, no convencerán a la opinión públicá occidental de que sacrifique sus ventajas sociales. El sindicalista francés Marc Blondel declaró en plena huel ga de diciembre: "El Gobierno tiene que darse cuenta de que los franceses no quieren vivir como anglosajones". Difícilmente De Gaulle podría haberlo dicho mejor: una Europa de patries sociaux. En cuanto a los anglosajones, el Reino Unido no parece dispuesto a votar a favor de un Partido Laborista renovado. El propio Clinton ha ganado estatura describiendo a los republicanos, como sirvientes brutales de la riqueza y defendiendo las pensiones y el seguro médico para los ancianos. Quizá los anglosajones no quieran vivir como caricaturas francesas. Digan lo que digan los jefes de Gobierno reunidos en una magnífica lejanía, seguro que saben que los habitantes de la Unión Europea no tienen ninguna gana de ver en los bancos centrales a reyes de la filosofía en lugar de dogmáticos entrometidos. Sin embargo, los partidos socialistas (y los social-cristianos) fueron demasiado débiles para iniciar el plan Delors de reducción del desempleo mediante grandes inversiones en infraestructura. Quizá se sintieron inhibidos por el conocimiento íntimo de que el keynesianismo no es suficiente. ¿Tienen los partidos socialistas y los sindicatos una resistencia limitada? La huelga francesa tiene su imperturbable homólogo alemán en el rechazo de los socialdemócratas a un excesivo démontage social en el Bundesrat (Cámara alta). Los eslóganes futbolísticos de Berlusconi sobre "iniciativa" fueron completamente inútiles cuando tuvo que enfrentarse a los sindicatos italianos por la reforma de los beneficios sociales: capituló. Los austriacos acaban de elegir una gestión socialdemócrata firme, aunque poco inspirada. Ni siquiera es seguro que la oposición pueda derribar del poder a un agotado partido socialista español en las inminentes. elecciones españolas.

La dificultad es que la resistencia popular y la gestión política difícilmente serán suficientes. La combinación es una forma de immobilisme socialista. Qué duda cabe de que las promesas son fáciles. Mitterrand asumió el cargo en 1981 con la escatológica frase changer la vie, y, en dos años, había abandonado un socialisme a la française mientras sus tecnócratas divulgaban fielmente los dictados de los mercados como la destilación de la sabiduría. La queja de que esto era sumisión al Bundesbank es absurda: si el Bundesbank no existiera, los banqueros franceses lo habrían inventado. Además, el omnipotente Bundesbank no es capaz de impedir que aumente el desempleo y disminuya el crecimiento ni siquiera en Alemania.

Quizá los socialdemócratas (y los verdes, en la medida en que se preocupan de reconocer asuntos tan terrenales) deberían plantearse el sustituir el pensamiento económico por una obsesión por la inflación y una evocación del mercado convertida en ritual. (La valentía recién descubierta de Clinton no basta para desafiar a la Reserva Federal o a Wall Street, bien representados en su Gobierno. Nuestros obispos católicos son mucho más francos.) Un nuevo pensamiento económico exigiría un nuevo punto de vista social, una retórica política de calidad y no de cantidad. Es decir, exigiría hacer frente a la inercia intelectual de los electorados de los partidos socialistas (y de nuestros demócratas).

Una renovación del socialismo y, de la reforma social norteamericana implica renunciar a la ilusión de que es posible conservar su esencia moral mientras su política se convierte en algo imposible de distinguir de las maniobras tácticas, aunque se la adorne de piadosas referencias a los triunfos del pasado.

Norman Birnbaum es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Georgetown, Estados Unidos.

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