Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

El Evangelio según La Pintana

Cada vez que menciono el extraordinario desarrollo alcanzado por Chile en los últimos años gracias a la privatización y apertura al mundo de su economía, me disparan estos cañonazos: "¿Y los pobres? ¡Las políticas ultraliberales han hecho más ricos a los ricos y miserables a los que antes sólo eran pobres! ¿No sabe que casi el 33% de la población chilena está dentro de los niveles de pobreza, según la CEPAL? Cuando vaya a Santiago, no se quede en Vitacura y otros barrios siúticos, dése una vuelta por las 'poblaciones' y descubra la verdad".Obediente, apenas llegué a Santiago me las arre...

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Cada vez que menciono el extraordinario desarrollo alcanzado por Chile en los últimos años gracias a la privatización y apertura al mundo de su economía, me disparan estos cañonazos: "¿Y los pobres? ¡Las políticas ultraliberales han hecho más ricos a los ricos y miserables a los que antes sólo eran pobres! ¿No sabe que casi el 33% de la población chilena está dentro de los niveles de pobreza, según la CEPAL? Cuando vaya a Santiago, no se quede en Vitacura y otros barrios siúticos, dése una vuelta por las 'poblaciones' y descubra la verdad".Obediente, apenas llegué a Santiago me las arreglé para pasar toda una tarde recorriendo la 'población' donde vive la gente más pobre de la capital chilena. Está a unos veinte kilómetros al sur del centro de Santiago y tiene un nombre misterioso: La Pintana. Es un barrio enorme, de unas ciento cincuenta mil personas, que habitan todas en casas familiares, y que nació con un acto de fuerza, en plena dictadura. El Ejercito, en una sincronizada operación, rodeó un amanecer todos los descampados y terrenos de la ciudad invadidos por inmigrantes del interior, y trasladó a éstos al lugar que ahora ocupan, el que siguió creciendo, en los años siguientes, hasta alcanzar su conformación actual. La última migración importante de gente del campo a La Pintana ocurrió hace cuatro años, y ella se distingue de manera nítida, pues las viviendas de los últimos en llegar son más endebles y primitivas que las del resto del barrio. (En la actualidad, y a consecuencia del carácter descentralizado del crecimiento económico experimentado por el país, ya no hay migraciones significativas hacia la capital).

La sorpresa mayor para el visitante que ha recorrido los 'ranchitos' de Caracas, las favelas de Río y de Bahía, los 'pueblos jóvenes' de Lima y los barrios marginales de Managua o San Salvador es la falta de esos enjambres de moscas que allá revolotean por doquier y lo obligan a ir con la boca bien cerrada y las manos en alto, espantándolas, así como las pirámides de basuras acumuladas en las esquinas y los olores putrefactos que despiden. En La Pintana no hay moscas, ni basuras, ni pestilencia, porque una compañía privada que ganó la licitación convocada por el municipio recoge a diario los desperdicios callejeros de todo el distrito. Aunque las principales avenidas tienen asfalto, la mayor parte de las calles son aún de tierra apisonada. Hay muchos parques y plazas, algunos, con árboles y césped y juegos infantiles. Todo el barrio tiene agua potable, luz eléctrica y alcantarillado, una comisaría y una estación de bomberos, y hay escuelas primarias suficientes para cubrir la demanda escolar (no así la secundaria). Los dispensarios de salud alcanzan a prestar primeros auxilios, pero no hay hospital o clínica en las inmediaciones.

Todos los vecinos son propietarios legales de sus casas. Junto con el lote de terreno, recibieron sus títulos de propiedad. Y un gran número de ellos se benefició de un programa que, con fondos del BID (Banco Interamericano de Desarrollo), permitió construir en cada lote una caseta sanitaria -de seis a diez metros cuadrados-, con baño, cocina y conexión para lavadero, en torno a la cual, y según el empeño, posibilidades y espíritu de cada familia, ha ido surgiendo la vivienda. Resulta fascinante ver cómo las casas, con un punto de partida semejante -esa caseta que se reconoce en todas como el embrión o semilla de la construcción-, se han ido luego diferenciando en forma, tamaño y estilo, hasta constituir una abigarrada pluralidad, infinitamente más humana y estimulante que esas regimentadas urbanizaciones 'populares' de casitas idénticas, que parecen las casamatas de un cuartel o las cuadras de un campo de concentración. Las hay de dos pisos y con balcones; de uno solo y con jardín, y otras con una cochera que hace a la vez de bodega, restaurante o taller de artesanía. Las más modestas son de madera o materiales de derribo, pero la mayor parte de ladrillo o cemento, y no vi ninguna de esteras o de simples tablones con una calamina encima.

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Los índices de desocupación en La Pintana se equiparan con el promedio nacional: unas décimas por debajo del 5% (el más alto nivel de empleo de toda América Latina y uno de los más elevados del mundo). La inmensa mayoría de los puestos de trabajo de los vecinos se hallan lejos, en los parques industriales, y, aunque hay servicio de autobuses que conecta el distrito con el centro y otras zonas de Santiago, todos se quejan del coste del transporte, severa carga para la economía familiar.

Me llamó mucho la atención no ver, en cerca de cuatro horas de incesante recorrido por las calles de La Pintana, ni un solo letrero o grafito político en las paredes. Lo que más se podía acercar a ello era una convocatoria a un acto artístico-musical de una Organización Víctor Jara, que, tal vez -nadie lo sabía con certeza-, patrocinaba el Partido Comunista. Me desconcertó esa indiferencia política de todos con quienes conversé, pero aún más el hecho de que, como compensando ese apoliticismo, la religión -debería decir mejor las religiones- parecía gravitar por doquier y filtrarse por todos los resquicios de La Pintana. Sólo en los pueblos indígenas y ladinos que circundan el gran lago de Guatemala, o en algunas barriadas de la periferia limeña, he visto una proliferación de templos e iglesias protestantes como en La Pintana. La famosa 'penetración de los evangélicos', que, según el profesor Peter Berger, está revolucionando sociológica y culturalmente a América Latina, es en esta 'población' una realidad abrumadora. La religión católica parece haber perdido terreno aquí frente al empuje de estos pastores bautistas, pentecostalistas, cuáqueros, mormones, testigos de Jehová y de decenas de otras iglesias, de celo misionero, que han sembrado el barrio de 'tabernáculos'. No he consultado estadística alguna, pero tuve la impresión de que por cada capilla católica había dos templos protestantes.

Visité las casas de tres pastoras. Los tres habían "comenzado a caminar" (usaban siempre esta expresión para explicar sus conversiones) luego de alguna experiencia traumática, y, leyendo y divulgando la Biblia, encontraron sosiego, orden, felicidad. El más joven de ellos tenía la mirada quieta y la sonrisa mansa del fanático. En la calurosa tarde que nos empapaba las camisas, su mujer y sus hijas iban pudorosamente cubiertas -brazos, piernas, hombros, cuellos- y con las caballeras hasta la cintura, pues ¿por qué ha de cortarse el hombre o la mujer lo que Dios le ha dado?, mientras él nos explicaba las ventajas espirituales de no drogarse, no fumar, no beber, no bailar, no ir al cine ni ver televisión. Estaba indignado de que se hubiera presentado en el Congreso un proyecto de ley para permitir el divorcio. Los otros dos pastores eran más campechanos, flexibles y simpáticos. El segundo estaba orgulloso de sus hijas, y con razón; la mayor acababa de graduarse como analista de programas y lo ayudaba en el templo: una joven inteligente, que nos habló con gran desenvoltura de los problemas más urgente de La Pintana. ¿Cuál es el más grave? Todos coincidieron: la droga. Cada vez hay más jóvenes que consumen "pasta base", la que se vende en cada esquina, al anochecer, y es causa de pendencias y robos y asaltos. Cuando le pregunto si cree poder resistir mucho tiempo más sin bailar ni asistir a fiestas, como otras chicas de su edad, me asegura que sí. La pugna con los católicos subyace en todos los diálogos con las familias y aflora por fin cuando le pregunto al tercer pastor si, así como colabora con sus 'hermanos' de otras iglesias evangélicas en cuestiones de asistencia social, lo hace también con los párrocos católicos. Abre mucho los ojos y su cara se enfurruña: "¡Jamás!". (Diré, de paso, que este ambiente de religiosidad recalcitrante y de moralina exagerada no es monopolio de los focos, evangelistas de las 'poblaciones'; en las clases medias y altas chilenas es también algo visible, pero, en este caso, por obra de la acción -al parecer, cada vez más exitosa- de las organizaciones más conservadoras de la Iglesia católica. Créanlo o no: todo parece indicar que el proyecto de ley de divorcio será derrotado en el Congreso).

La Pintana es un barrio pobre, desde luego, y hay una distancia muy grande entre las condiciones de vida de sus pobladores y las de los barrios elegantes de Santiago, erupcionados de rascacielos, refinadas boutiques y, supermercados rutilantes, idénticos a los de Miami. Pero en Lima, Río, Caracas o México, La Pintana no sería un asentamiento de gentes marginales y miserables, sino de clase media modesta, cuyos vecinos han dejado atrás las condiciones inhumanas de existencia en que se hallan todavía: cientos de miles de familias, y comienzan a ascender en la escala social y conquistar unos coeficientes mínimamente aceptables. Mis críticos tienen, pues, razón: para descubrir la verdad del 'milagro' chileno no hay que quedarse en Vitacura, sino patearse La Pintana.

Dicho esto, ¿todo va requetebién en Chile? Me temo que no. Tengo el angustioso pálpito de que no tan bien; de que, luego de la denámica reformista que se mantuvo en los años del Gobierno de Patricio Aylwyn, ahora hay un cierto estancamiento, derivado acaso de la complacencia con esos récords económicos que todo el mundo admira. El Gobierno de Frei ha frenado las privatizaciones y nadie manciona siquiera la transferencia a la sociedad civil de Codelco, la gran empresa pública del cobre. Está en debate una reforma de la legislación laboral, de carácter intervencionista, que acabaría con la flexibilidad y la libre contratación que fue uno de los factores decisivos en la creación del millón de empleos en los últimos cinco años. Y un sector de la coalición gubernamental pugna por introducir disposiciones manipulatorias con los fondos de pensiones, que podrían llegar a desnaturalizar en su misma esencia la gran reforma de sistema provisional, que, además de desburocratizar el Seguro Social, generó una formidable fuente de recursos para financiar el desarrollo industrial chileno.

De otro lado, el perfeccionamiento de la democracia, que, no hay que olvidar, está aún demasiado entrampada por la tutoría sobre ella que la Constitución concedió a las Fuerzas Armadas, encuentra formidables obstáculos. Un signo alentador, en esta pugna entre los demócratas y los nostálgicos del ancien régime, es que un partido de la oposición de derecha, Renovación Nacional, haya tomado partido a favor de la reforma constitucional. Pero lo que parece un irritante continuo, y acaso peligrosísimo a mediano plazo, es la incertidumbre sobre lo que va a ocurrir con los centenares de casos de abusos y crímenes cometidos en tiempo de la dictadura, que se ventilan ante los tribunales por acción de parientes de las víctimas o de asociaciones de derechos humanos. La condena del general Contreras, el ex jefe de la DINA, provocó una tensión enorme que, de repetirse, podría poner en serio riesgo la legalidad democrática. Chile, que en política económica ha dado tan excelente ejemplo al resto del mundo, debería, en lo que concierne a bregar con su pasado inmediato, mostrar la misma audacia y resolución que mostró España (o que han mostrado Nicaragua o El Salvador), a través de un gran acuerdo de todo el espectro poético, para reventar ese abceso de una vez y enterrar sus secuelas antes de que la materia purulenta que antaño causó tanta división y sufrimiento en la sociedad chilena venga también a emponzonar su presente.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1996. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA. 1996.

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