Reportaje:EXCURSIONES - CABEZA MEDIANA

Mirador de miradores

Un cerro es el mejor observatorio de los picos que rodean al Lozoya

Puerto de los Cotos ayuso, contra Rascafría tirando, el excursionista descubre en la margen siniestra de la carretera -un desvío hacia el mirador de los Robledos. Deseando asomarse al pinífero valle que parte en dos mitades el Lozoya, se acerca a la abalconada loma y se topa con lo siguiente: un monolito erigido a mayor gloria de la Guardería Forestal ("En su primer centenario. l977"). Junto al monolito, una suerte de brújula gigante y un cancho. Y grabado sobre el cancho, este canto: "Altivo corazón en piedra y nube. Fiel dromedario del paisaje. Vano grito del valle. Centinela. Hermano de tod...

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Puerto de los Cotos ayuso, contra Rascafría tirando, el excursionista descubre en la margen siniestra de la carretera -un desvío hacia el mirador de los Robledos. Deseando asomarse al pinífero valle que parte en dos mitades el Lozoya, se acerca a la abalconada loma y se topa con lo siguiente: un monolito erigido a mayor gloria de la Guardería Forestal ("En su primer centenario. l977"). Junto al monolito, una suerte de brújula gigante y un cancho. Y grabado sobre el cancho, este canto: "Altivo corazón en piedra y nube. Fiel dromedario del paisaje. Vano grito del valle. Centinela. Hermano de todo lo que ayer tuve y sostuve". Firmado: A. Murciano.Y el excursionista, que es un poco duro de mollera. no entiende nada. No comprende el poema y mucho menos lo del dromedario, pues jamás vio uno en toda la sierra. No se explica esa manía de ir le vantando monumentos y cincelando versos por praderas y canchales (el excursionista, cuando le apetece leer poesías a la rasa, echa un libro en el morral y santas pascuas). Y tampoco entiende cuál es la utilidad de ese engendro de brújula -señalador, le llaman- construido a la vera del monolito, y aunque le explican que uno puede apuntar con su roñosa manecilla hacia cualquier rincón del valle y luego leer sobre la esfera el topónimo correspondiente, él se dice que para esa obra no hacían falta canteros y que el mismo servicio, si no mejor, le haría al caminante un mapa de cien duros.

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Así, con un mapa sobre las piernas, se sienta el excursionista en el miradero a recitar, a medida que los reconoce, los viejos nombres del Guadarrama, desde el Paular hasta Lozoya y desde el Nevero hasta la mole de Peñalara, la cual, como bien decía Bernaldo de Quirós, "lo tiene claro y señorial como un título de duque". Mas comoquiera que aún le estorba la visión el cerro que tiene a sus espaldas (Cabeza Mediana tenía que ser, pues siempre es cabeza ajena la que incomoda al espectador), decide, perfecionista él, encaramarse a su cima para obtener una panorámica completa.

A tal efecto, reanuda a pie el camino que le había traído en coche hasta el observatorio de los Robledos, pero ahora por pista cerrada al tráfico con barrera y festoneada de melojos. Y es otra barrera, situada a kilómetro y medio, la que le invita a cambiar de dirección para seguir a mano izquierda el camino del Palero. Señales rojas y blancas jalonan este sendero de gran recorrido que antiguamente unía el puerto de los Cotos con el monasterio del Paular y a cuya vera corre rumoroso el arroyo de la Umbría o de Garcisancho, sus "puros, limpios cristales / entre las piedras quebrando".

Eligiendo en la siguiente, bifurcación el ramal a manderecha, el excursionista vence suavísimamente los 400 metros de desnivel que lo separan del anhelado vértice. Rodales de acebos, regatos que se desmelenan en infantiles saltos y pinos vetustos de los que pende una luenga barba de líquenes entretienen su andadura hasta plantarse en la despejada pradera de la sillada de Garcisancho.

Una nítida rodera guía luego hacia levante los pasos del excursionista que gana en cosa de media hora el vértice geodésico de Cabeza Mediana (1.691 metros). Ahora sí que nada le impide abarcar, de un solo vistazo, todo el valle alto del Lozoya: desde las cumbres máximas de Peñalara (2.428 metros) y Cabezas de Hierro (2.380 metros) hasta la altura mínima del embalse de Pinilla. Saciado de tanta vista, el excursionista guarda mapa, brújula y prismáticos, entorna los ojos y se deja arrullar por el océano de pinos que inunda las gradas de este sobrehumano anfiteatro. La misma rodera que lo guió hasta la cima lo hace devolver a su punto de partida en rápido descenso por la cara contraria del cerro. Una laguna recóndita, tina manada de briosos caballos, acaso un corzo huidizo... No sólo el que sube: también el que baja, halla.

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