Tribuna:INTRIGAS DE VERANO

Sangre de lanza (y 6)

Ella se sentó en la cama que no era colchón ni cama, uno de esos lechos japoneses bajos que no recuerdo cómo se llaman, creo que están de moda. -¿Te han dicho ya el precio?

-No, pero no importa, lo hablamos luego. No habrá problemas.

-Con la señora -dijo Estela-. Lo hablas con la señora. -Y añadió: - Bueno, ¿cómo lo quieres? Aparte de rápido.

-Ábrete el albornoz.

Obedeció, se desanudó el cinturón dejando ver algo, pero no me bastaba. Parecía aburrida, parecía hastiada, si antes no había habido deseo ahora habría desgana. Su acento era centroamericano o caribe, sin d...

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Ella se sentó en la cama que no era colchón ni cama, uno de esos lechos japoneses bajos que no recuerdo cómo se llaman, creo que están de moda. -¿Te han dicho ya el precio?

-No, pero no importa, lo hablamos luego. No habrá problemas.

-Con la señora -dijo Estela-. Lo hablas con la señora. -Y añadió: - Bueno, ¿cómo lo quieres? Aparte de rápido.

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-Ábrete el albornoz.

Obedeció, se desanudó el cinturón dejando ver algo, pero no me bastaba. Parecía aburrida, parecía hastiada, si antes no había habido deseo ahora habría desgana. Su acento era centroamericano o caribe, sin duda ya endurecido por una estancia en Madrid de años.

-Ábretelo más, del todo, bien abierto, que te vea -dije, y mi voz debió de sonar alterada, porque ella me miró por vez primera con una ráfaga de aprensión. Pero se lo abrió, se lo abrió tanto que hasta los hombros le quedaron al descubierto como a una estrella antigua de cine. Y allí estaban, los pechos bien conocidos en blanco y negro, allí los reconocí en color sin dudar un instante pese a la penumbra, los pechos sugerentes y bien formados pero de consistencia blanda, cederían en las manos como bolsas de agua, seguía siendo pobre para meterse plástico, durante dos años yo los había mirado, ensangrentados en una fotocopia cada vez más languideciente, más veces de las que habría debido, más de lo que imaginé que lo haría cuando le hice a Gómez Alday mi extravagante petición morbosa, era un hombre comprensivo. En los pechos algo menos morenos que el resto no había ningún boquete ni raja ni cicatriz ni nada, toda la piel uniforme y lisa excepto por los pezones, demasiado oscuros para mi gusto uno se acostumbra a saber qué le gusta y qué no al primer golpe de vista.

Y en seguida me vinieron agolpados demasiados pensamientos, la mujer viva y siempre viva por tanto, el gesto de dolor en la foto, los ojos apretados y también los dientes, aquellos ojos cerrados no eran ojos de muerta porque los muertos no hacen ya fuerza y todo cesa cuando expiran, incluso el daño, cómo no había pensado que aquella expresión era la de alguien vivo o la de alguien muriendo, pero nunca la de alguien ya muerto. Y si ella estaba viva podía también estarlo mi mejor amigo, Dorta el bromista y el resignado, qué clase de broma me había gastado, si estaba vivo.

-¿De dónde has sacado los cigarrillos? -le dije.

-¿Qué cigarrillos? -Estela se puso alerta de pronto, y repitió para ganar tiempo: -¿Qué cigarrillos? -Los que estuviste fumando antes, en el restaurante, con sabor a clavo. Déjame ver el paquete.

Instintivamente se cerró el albornoz, sin anudárselo, como para protegerse de su descubrimiento, estaba allí con un tipo que la había observado y seguido desde La Ancha o tal vez desde antes, todo aquel rato. Mi tono debía de ser lo bastante nervioso y colérico, porque señaló su bolso dejado en una silla, la silla que había aguantado la ropa del hombre tosco.

-Están ahí. Me los dio un amigo.

Le había metido miedo, noté que me tenía miedo y que haría lo que le dijese por eso. Cogí el bolso, lo abrí y saqué el paquete estrecho, rojo y dorado y negro, con su tramo de rieles curvos en relieve y su anuncio, 'Smoking kills', fumar mata. 'Kretek".

-¿Qué amigo? ¿El que estaba contigo? ¿Quién es?

-No, yo no sé quién es él, él quería salir a cenar esta noche, yo ya estuve con él sólo otra vez.

Ah, cómo detesto a los hombres que hacen daño a las mujeres y cómo me detesté a mí mismo -o fue luego- cuando le agarré el brazo a Estela y le volví a abrir su albornoz de un manotazo dejándola, desprotegida y pasé mi pulgar por el canal de sus pechos, lo pasé varias veces apretando mientras decía:

-Dónde está el boquete, ¿eh? Dónde está la lanza, ¿eh? ¿Qué pasó con mi amigo, quién lo mató, tú lo mataste? ¿Quién le puso las gafas, di, se las pusiste tú?

La tenía inmovilizada con su brazo retorcido a la espalda, y con la otra mano, con mi pulgar tan fuerte, le apretaba el esternón arriba y abajo, o se lo frotaba sintiendo a ambos lados el verdadero tacto de los pechos vistos tantas veces con mis ojos táctiles.

-Yo no sé nada de lo que pasó, no me dijeron -dijo gimiendo-, él ya estaba muerto cuando yo llegué. A mí sólo me llamaron para hacer las fotos.

-¿Te llamaron? ¿Quién te llamó? ¿Cuándo?

Nunca se sabe lo que pueden hacer nuestros pulgares, se habría alarmado alguien que me hubiera visto por la rendija de la persiana. Me di cuenta de que no hacía falta asustarla más ni hacerle más daño, dejé de hacérselo, la solté, contaría lo que supiera. Pero antes de que hablara ya la idea me atravesó la cabeza, por qué los habían descubierto a la noche siguiente, tan tarde y con demasiado retraso, quizá para pensar y prepararlo todo y hacer las fotos, y quién hizo esas fotos que nunca se publicaron, tampoco la de ella, ni siquiera el rostro medio tapado por su cabellera echada hacia delante por su propia mano bien viva, sólo retratos de mi amigo Dorta en mejores tiempos, la noticia contó lo que la policía dijo, no hubo versión de vecinos y las fotos las vi yo tan sólo, en el despacho de Gómez Alday tan sólo, las enseñaría a un juez como mucho.

-La policía me llamó. El inspector me llamó, me dijo que me necesitaba para posar con un cadáver de muerte violenta. A veces hay que hacer cualquier cosa, hasta acostarse con un muerto. Aunque estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro, yo con él no hice nada.

Dorta estaba muerto. Durante unos instantes había vuelto a vivir para mi sospecha, en realidad nada extraño: el hábito y lo acumulado bastan para que la sensación de presencia nunca se desvanezca, no ver a alguien puede ser accidental, hasta intrascendente, y no hay día que no me acuerde de mi amigo de infancia. Pero estaba ya muerto el muerto, te lo aseguro; y ni sangres mezcladas ni semen ni nada, todo aquello lo había inventado Gómez Alday para contármelo a mi o a cualquier otro curioso y que yo lo asumiera en el tiempo, los periódicos se cansan pronto y no dieron tantos detalles, sólo que había habido sexo entre los cadáveres cuando aún no lo eran.

-Y te mancharon bien, ¿eh? Con sus pegotes y todo.

-Sí, me mancharon el pecho con ketchup y esperaron a que se secara y tiraron las fotos luego. No llevó mucho tiempo, con el calor fue rápido, el joven las hizo. Me dieron unos miles y me dieron que me callara.

Con su pulgar hizo el gesto de cerrarse la boca, Como una cremallera.

-De esto hace ya bastante tiempo. Si hablas te mando a latigazos de vuelta a Cuba en un barco negrero, me dijo, eso dijo el inspector. Y ahora qué pasará con eso, ahora qué, me volverá para Cuba.

-El joven -dije yo-, qué joven.

-El muchacho que estuvo con él todo el rato, estaba en el servicio militar, tenía que volver al cuartel, hablaron de eso. Ya yo no sé más, llegué y me fui de allí por la tarde, con mi, dinero y los cigarrillos, ésos me los robé de la casa al salir cuando no me vieron, dos cartones. Aún me quedan tres o cuatro paquetes, los fumo lento y a la gente le impresionan, aún huelen mucho.

Me senté a su lado, en la cama baja y le pasé la mano por el hombro.

-Lo siento -le dije- El muerto era amigo mío y yo vi esas fotos.

Demasiadas veces tiene razón Ruibérriz de Torres, a todos nos conoce mucho. Después de todo yo llevaba tiempo viendo de tarde en tarde aquella cara doliente y aquellos pechos quietos y muertos y ensangrentados, y me daba alegría verlos en movimiento y vivos y recién duchados, aunque mi amigo en cambio siguiera muerto y hubiera habido tanto engaño. También fue una forma de compensarle a la mujer el mal rato, aunque podía haberle dado el dinero por nada, o por la información tán sólo. Pero al fin y al cabo: tampoco iba a conciliar el sueño hasta que llegara la hora de las oficinas y las comisarías, aunque algunas de éstas pasan la noche en vela.

Dejé dinero en el saloncito al salir, quizá de más, quizá de menos, la tía Mónica se habría acostado. Cuando me fui la mujer dormía. No pensé que la fueran a volver a Cuba, como ella decía.

Gómez Alday tenía aún mejor aspecto que la última vez que lo había visto, hacía casi dos años. Había ganado, con el tiempo, lo habrían ascendido, estaría más tranquilo. Ahora que sabía que no compartía mi orgullo estúpido comprendí que se cuidara, los que lo tenemos nos cuidamos menos; no tuve tiempo ni humor para preguntas amables. No se negó a recibirme, no se levantó de su silla giratoria cuando entré en su despacho, se limitó a mirarme con sus ojos velados que no denotaron gran sorpresa, si acaso fastidio. Me recordaba.

-¿Qué hay? -me dijo.

-Hay que he hablado con Estela, su muerta, y no a través de su fotografía. A ver qué me cuenta usted ahora de su lancero.

El inspector se pasó una mano por la cabeza romana que cada vez parecía tener más pelo, él sí ganaba para sus injertos, pensé un segundo, los pensamientos inoportunos vienen en cualquier instante. Cogió un lápiz de su mesa y tamborileó con él sobre la madera. Ya no fumaba.

-Cuando llegó se llamaba Miriam -contestó-, si es que se refiere a la puta cubana.

-¿Qué pasó? Va a tener que contármelo. Usted no quiso investigar con los julas, para qué iba a perder el tiempo. No sé ni cómo se atrevió a llamarlos así.

Gómez Alday sonrió un poco, quizá un fantasma de rubor. No parecía más alarmado que un muchacho al que se ha descubierto en un embuste. Un embuste menor, algo que no tendrá consecuencias más allá de la riña. Tal vez sabía que yo no iba a irle a nadie más con el cuento, quizá lo supo antes de que lo supiera yo mismo.

-Bueno, hay que disimular, ¿verdad? -dijo, e hizo una pausa. Luego siguió.

-Yo no sé si conoce a estos chicos, Algo le contó su amigo, ¿verdad? Si son muy jóvenes no tienen sentido alguno de la fidelidad, tampoco de la oportunidad, se van con cualquiera una noche si los seducen con cuatro halagos, no digamos con algo de fama. Salen por ahí, no tienen otra cosa que hacer, salen dispuestos a ser, seducidos. Usted no sabe, son mucho más vanidosos que las mujeres.

Gómez Alday se detuvo, hablaba como si nada de aquello tuviera gran importancia y perteneciera a un pasado remoto, y es verdad que el pasado se hace remoto cada vez más pronto.

-Bueno, el que estaba conmigo. Me lo levantó aquella noche su amigo, por la calle, yo estaba de guardia. No me haga hablar mal de él, era su amigo, pero se pasó con el chico, la dichosa lanza, y éste se asustó y se puso nervioso, usted, lo dijo, me acuerdo, ocurre a veces, los arrepentidos. Perdió la cabeza, y le arreó en la frente, y luego lo ensartó, vaya lanzazo, como si hubiera sido una bayoneta. No era mal chico, créame, estaba en la mili, aunque hace tiempo que no sé de él, lo mismo que aparecen desaparecen, no son sentimentales, a diferencia de los chulos de putas y los maridos. Me llamó aterrado, había que componer algo y alejar sospechas. Qué quiere que le diga, qué iba a hacer sino echarle una mano, qué se gana con arruinar dos vidas en vez de una sola, sobre todo si la primera está despachada del todo.

Me quedé mirando su figura algo gruesa, se la veía alta hasta sentada en su silla. A él no le costaba sostenerme la mirada, sus ojos soñolientos podrían no haber parpadeado ni haberse desviado nunca, hasta el infierno sus ojos de bruma.

- ¿Y nadie quiso ver el cuerpo de la muerta tan viva? -dije por fin-. El juez, el forense.

Se encogió de hombros.

-No sea ingenuo. Aquí y en la morgue hacemos lo que queremos. Se investiga lo que interesa y nadie hace preguntas a quien no debe. De algo tuvieron que servirnos cuarenta años de hacer lo que nos diera la gana sin rendir cuentas a nadie, un aprendizaje largo. Me refiero a Franco, no sé si se acuerda.

Gómez Alday no carecía de humor. No era alguien a quien debiera hacérsele tal pregunta, pero se la hice:

-¿Por qué apoyó tanto al chico? Aun así, se jugó usted mucho.

Hubo un fogonazo breve en los ojos adormecidos antes de que repitiera un gesto que ya le había visto con anterioridad: hizo girar su silla y me dio la espalda como si con ello pusiera punto final a su trato conmigo tan esporádico. Vi su nuca mientras me decía:

-Me lo jugué todo. -Calló un momento y luego añadió desenfadadamente:

-¿Qué, usted no ha estado enamorado nunca?

Di media vuelta y abrí la puerta para marcharme. No contesté nada, pero me pareció recordar que sí.

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