Tribuna:

Un odio que atraviesa las paredes

Yo antes era lo que se dice una mala persona. Y fumaba. Trabajaba en un departamento de Correos al que llegaban todos los días miles de papeles verdes y amarillos. Mi trabajo consistía en separar unos de otros, porque los verdes significaban una cosa y los amarillos otra. El compañero que tenía al lado hacía lo mismo. Era muy mala persona también, y consumía un tabaco negro repugnante porque no le gustaba el rubio -americano, como a mí, eso decía él. Lo que pasa es que era más mezquino que yo con el dinero, aunque me aventajaba en dos trienios. Lo que él ganaba con esos dos trienios era lo que...

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Yo antes era lo que se dice una mala persona. Y fumaba. Trabajaba en un departamento de Correos al que llegaban todos los días miles de papeles verdes y amarillos. Mi trabajo consistía en separar unos de otros, porque los verdes significaban una cosa y los amarillos otra. El compañero que tenía al lado hacía lo mismo. Era muy mala persona también, y consumía un tabaco negro repugnante porque no le gustaba el rubio -americano, como a mí, eso decía él. Lo que pasa es que era más mezquino que yo con el dinero, aunque me aventajaba en dos trienios. Lo que él ganaba con esos dos trienios era lo que me gastaba yo en rubio americano, para demostrarle lo que hacía yo con su antigüedad.Y mientras separaba papeles, me dedicaba a odiar a todo el mundo. En aquel despacho habría 10 ó 12 personas y me pasaba el día deseándoles una desgracia. Algunos de estos deseos se cumplían. El jefe, por ejemplo, se murió de un infarto, en junio, al agacharse a recoger cinco duros que se le habían caído por el agujero del bolsillo. Bueno , pues la verdad es que cuando cayó fulminado yo llevaba dos semanas recitando, 15 minutos diarios, por lo bajo: "Que le dé un infarto, que le dé un infarto, que le dé un infarto Eran mis 15 minutos de gimnasia matinal. También odiaba mucho a los miembros del Gobierno y a la jerarquía eclesiástica, pero no se llegaron a realizar las barbaridades que soñé para ellos., Mis poderes tenían un radio de actuación de 15 o 20 metros-, siempre y cuando no hubiera ninguna pared por medio.

El caso es que un día, por casualidad, llegó a mis manos una revista de budismo y me volví bueno. No fue un proceso rápido, no quiero decir eso; de hecho, tardé 15 o 20 días. Y es que en aquella revista se anunciaban unos libros que empecé a leer y cuyas enseñanzas me fueron cautivando poco a poco. Dejé de fumar porque comprendí que con el tabaco no sólo dañaba mis pulmones, sino que alteraba el equilibrio universal, ya que: formamos parte de un todo, o sea, que mis pulmones no me pertenecían. Digamos que me los habían prestado y mi obligación era cuidarlos para que en el futuro, cuando yo me muriera, otro pudiera respirar con ellos. En Madrid hay muchos lugares para ejercer la santidad, de forma que me matriculé en un cursillo de filosofía oriental, en el que comprendí en seguida el daño que me había hecho a mí mismo al odiar a los otros. El odio es el tabaco del espíritu; cada vez que odias un cuarto de hora a alguien, es como si te fumaras dos paquetes enteros de Camel, es decir, que se te queda el alma llena de nicotinas y alquitranes. Por eso suele decirse que el odio se vuelve siempre contra uno. En mi caso no era exactamente así, puesto que había logrado matar a mi jefe de un infarto, pero esto es una cosa excepcional. Lo normal es que el rencor, como la nicotina, te produzca dificultades respiratorias.

Así que perdoné a todo el mundo e intenté que todo el mundo me perdonara a mí. En la oficina continuaba separando papeles verdes y amarillos, pero ahora ponía un gran amor en ello. No hay tarea lo suficientemente absurda si la realizas con amor. Dejé de odiar también a los miembros del Gobierno y a la jerarquía eclesiástica y en mi infinita estupidez pensaba que su destino era mucho más duro que el mío., Intentaba contribuir, en suma, desde mis modestas posibilidades de funcionario de Correos, al establecimiento de la paz universal.

Y creo que estaba a punto de conseguirla, cuando una noche soñé que volvía a fumar. Me desperté sudando y abrí el cajón de la mesilla, pero no había ningún cigarrillo. Entonces me lancé a la calle y busque un bar de esos que no cierran en toda la noche. Compré dos paquetes de Camel y estuve fumando hasta el amanecer. Con cada calada, me iba volviendo otra vez malo, así que por afuera fumaba y por dentro odiaba. Odié a mi jefe, a mis compañeros, a los miembros del Gobierno hasta el nivel de subsecretario, y a la jerarquía eclesiástica de diácono para arriba. En la oficina expliqué que había vuelto a fumar porque en la secta me habían hecho comprender que ése era mi destino, pero les oculté que era de nuevo una mala persona. Así que ahora los odio sin que se den cuenta y es un odio más eficaz que el de antes. Un odio que atraviesa las paredes.

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