Tribuna:

Un retrato moral de nuestra sociedad

Puesto que este periódico se ha mantenido discretamente al margen de la trifulca originada con motivo de unas recientes declaraciones de José Luis L. Aranguren, pienso que tal vez sea de interés para sus lectores el escueto relato de los hechos acaecidos el pasado día 11 por quien fue un testigo directo de los mismos. Se clausuraba en ese día un curso veraniego melancólicamente acogido bajo el rótulo de Fin de siglo: ¿fin de la utopía? y sus organizaciones creyeron que había llegado el momento de hacer algo por apaciguar los ánimos encrespados durante la semana, creencia que a la postre...

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Puesto que este periódico se ha mantenido discretamente al margen de la trifulca originada con motivo de unas recientes declaraciones de José Luis L. Aranguren, pienso que tal vez sea de interés para sus lectores el escueto relato de los hechos acaecidos el pasado día 11 por quien fue un testigo directo de los mismos. Se clausuraba en ese día un curso veraniego melancólicamente acogido bajo el rótulo de Fin de siglo: ¿fin de la utopía? y sus organizaciones creyeron que había llegado el momento de hacer algo por apaciguar los ánimos encrespados durante la semana, creencia que a la postre se revelaría tan utópica como el propio asunto objeto de debate. Lo que sigue es, repito, simplemente un relato de los hechos, acompañado de un par de consideraciones, asimismo brevísimas, que no resisto la tentación de añadir a modo de apostilla. En un paréntesis de la última sesión del seminario, en el que se dio entrada a los representantes de los medios de comunicación, mi compañero Carlos Gómez Sánchez, secretario del curso, procedió a leer un comunicado que decía así: "En nombre de todos los participantes en este curso, deseo hacer constar al profesor Aranguren nuestro agradecimiento por su activa presencia en el aula a lo largo de la semana que hoy concluye. Día tras día, mañana y tarde, le hemos tenido aquí tomando notas como el más joven de nuestros estudiantes, interviniendo en los coloquios y discusiones, honrándonos a todos con el magisterio de su ejemplo. Para nosotros, como para tantos y tantos de sus antiguos alumnos en este país, Aranguren continúa representando, como lo ha hecho durante largos años, el mejor testimonio viviente con que contamos de la insobornable idependencia que debe caracterizar al intelectual y, precisamente en estos momentos en que algunas voces se han precipitado a poner en duda esa independencia, queremos reiterarle, con nuestra admiración de siempre, nuestra confianza en él, nuestra deuda para con sus enseñanzas y, en definitiva, nuestro cariño. Para decirlo con sus propias palabras, el lugar del intelectual está más acá o más allá de la política, esto es, en la reflexión previa o epilogal acerca de la política más bien que en el día a día de la política misma. Por eso nos lastima que el sosiego de su dedicación a las actividades de este curso se haya visto turbado por la acometida de las azarosas circunstancias por las que actualmente atraviesa nuestra vida política. Tal vez sea inevitable que así ocurra y nada más lejos de nuestro ánimo que hacer ningún reproche a nadie. Pero sí nos creemos en el derecho de pedir para el profesor Aranguren algo que a nuestro juicio merece como el que más y que no es otra cosa que respeto. El profundo respeto a que le hace acreedor la trayectoria de toda una vida consagrada a la teoría y la práctica de la ética, y de la que todos los aquí presentes hemos tratado y seguiremos tratando de aprender. Profesor Aranguren, muchas gracias". A continuación, Aranguren se dirigió a mí -en aquellos instantes compartían la mesa conmigo, además de él mismo y el ya citado Carlos Gómez, los ponentes de la sesión Ignacio Sotelo y Francisco Fernández Buey- pidiéndome que, como director del curso, leyese el siguiente texto con su firma, en que trataba de aclarar los acontecimientos que le concernían: "Durante mucho tiempo he dicho que, sabiéndome viejo, no me sentía viejo. Pero desde hace ya algún tiempo he de decir no sólo que me sé viejo, sino que me siento viejo. He perdido memoria. He perdido creatividad. He perdido no pocas de mis antiguas facultades. Pero, afortunadamente para mí, no lo he perdido todo todavía. No he perdido, por ejemplo, mi deseo de comunicarme con la gente. No he perdido tampoco mi pasión por la libertad. Y, desde luego, no he perdido mi afán de luchar en defensa de los derechos humanos. Por eso me ha apenado verme aparecer en los medios de comunicación como un posible legitimador de procedimientos, llámeseles como se les quiera llamar, que atentan de raíz contra dichos derechos... No diré que mis palabras han sido objeto de tergiversación o manipulación algunas, pero sí que ha habido un malentendido, al que quizás no haya sido ajena una cierta dificultad para hacerme entender correctamente... Y me siento obligado, por lo tanto, a poner de mi parte cuanto pueda para deshacer ese malentendido. ¿Tendré que recordar a estas alturas que fui en su día el prologuista del admirable libro de los señores Miralles y Arqués, en el que por primera vez se denunciaba lo que pasaría a llamarse con el tiempo la trama de los GAL? Entonces como ahora me mostraba y me muestro convencido de que una buena parte de nuestra sociedad comprendía y se explicaba la reacción del Estado ante la violencia terrorista, pero nunca se me ocurrió, ni se me ocurre ahora, pensar que sea admisible éticamente confundir se mejante comprensión o explicación con la justificación de algo tan injustificable como el ejercicio de la violencia estatal al margen de la ley. ¿Podría acusarme alguien que haya leído mis textos sobre la dramática relación entre ética, y política de haber antepuesto alguna vez las exigencias del poder del Estado a los imperativos de la moral? ...Si ha habido torpeza por mi parte al expresarme días atrás, no tengo el menor empacho en presentar a todos mis excusas, pues rectificar no es de sabios, sino sencillamente de hombres. Si ha habido torpeza por parte de quienes interpretaron mal mis palabras, la excuso a mi vez sin la menor reserva y, por supuesto, sin el menor asomo de rencor. Y, como siempre, brindo a todos la amistad de este su viejo amigo que, a pesar de todos los pesares, sigue creyendo que sólo la buena voluntad de los seres humanos conseguirá algún día la erradicación de la violencia de este mundo. Un objetivo utópico, para decirlo con el lema del curso en el que estoy participando en esta Universidad, pero por el que merece la pena luchar sin desmayo si es que puede decirse todavía que merece la pena vivir con dignidad".

Finalmente, Aranguren cerró el acto improvisando una alocución que, a mi modo de ver, surtió un efecto contraproducente. Sin duda como consecuencia de la presión de ambiente, sus palabras suscitaron en el auditorio impresiones encontradas. Y, en resumidas cuentas, esas palabras acabarían siendo entendidas como una declaración de que el terrorismo de los GAL era considerado por él mismo "comprensible" aunque en ningún caso "justificable". Si fue, en efecto, eso lo que quiso decir, no tengo otro remedio que disentir de mi admirado y querido maestro. Echando mano de la frase consabida, si el terrorismo de los GAL resulta un terrorismo criminal tan imposible de "justificar" como cualquier otro, desde el punto de vista de su comprensión resulta en mi opinión peor que un crimen, a saber, un auténtico disparate, en cuanto tal "incomprensible", destinado a lo sumo a alimentar las ansias de legitimación del terrorismo de signo opuesto de la ETA. Pero ni es la primera vez que disiento de mi maestro tras casi treinta años de amistad, ni mi disentimiento en este punto merma un ápice de la veneración y el afecto que le tengo. Por no recordar ahora que lo primero que Aranguren nos enseñó a quienes nos consideramos sus discípulos fue justamente la importancia del disenso.

Y vamos ya con la apostilla prometida, que me gustaría condensar en algo así como una tipología moral de urgencia sugerida por las reacciones a que han dado lugar las tan traídas y llevadas declaraciones de Aranguren. Excluyo de la misma a los amigos de ese último que no han dudado en manifestarle su adhesión, que es lo que los amigos tienen, tenemos, que hacer en un caso así, sin por ello vedarse ni vedarnos la expresión de las oportunas discrepancias. Y excluyo también a aquellos discrepantes que, no siendo sus amigos, han expresado con mayor o menor oportunidad o inoportunidad sus opiniones, pero cuidando de guardar hacia Aranguren el debido respeto que reclamaba más arriba para él mi compañero Carlos Gómez, lo que bastaría por sí solo para convertir a su vez en respetables a tales opiniones.

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No considero, en cambio, respetuosas ni respetables las actitudes que sucintamente paso a enumerar. En primer lugar, la de quienes sin pararse en barras ni matices se han apresurado a instrumentalizar la figura de Aranguren desde posiciones oficialistas, con lo que le endosan poco menos que la defensa de un terrorismo que en boca de los interesados corre el riesgo de aproximarse sospechosamente a la apología del puro y simple terrorismo de Estado. En segundo lugar, la de quienes, en ocasiones desde la acera política contraria, miraban hacia otro lado mientras el susodicho terrorismo llevaba a cabo su trabajo sucio y ahora hipócritamente se rasgan las vestiduras, erigiendo a Aranguren en portavoz de una razón de Estado a la que ellos serían, llegado el caso, adelantados en rendirle pleitesía. En tercer lugar, la de quienes hoy despotrican de Aranguren y le echan en cara un pasado falangista que en rigor nunca tuvo, olvidando con cuánto denuedo y cuántos sacrificios luchó este hombre por la instauración de la democracia en nuestro país y olvidando también lo bien que les venía, como a todos los progres que aún quedamos y hasta a alguno que otro que reniega de haberlo sido, contar con el respaldo de su autoridad moral en tiempos ciertamente más difíciles que los actuales. Y dejo para el final, como el escalón más bajo de la miserabilidad, la de quienes se cuecen en el último círculo del infierno dantesco, que Kierkegaard reservaba a los que podríamos llamar, para nuestros efectos, los colegas profesionales.

Afortunadamente, no hay muchos de entre éstos, pues en la profesión todo el mundo sabe de sobra quién es Aranguren. Pero, para que nada falte, no ha faltado al menos un colega que tachara a Aranguren de "paradigma de un tipo de intelectual español que, desde tiempos franquistas -o de siempre- hasta hoy, ha desempeñado la función de legitimar lo que le echen". Y curiosamente ha tenido que ser un personaje, cuyo nombre me callo para no hacerle la publicidad que en vano persigue con sus desaforados juicios, al que los socialistas, según cuentan, hubieron de apartar de sí con el fin de evitar que los incesantes lamentones prodigados por su lengua, otrora, menos áspera, les desollara las posaderas como si de monos del zoológico se tratase.

A la pregunta que alguien se ha hecho de para qué han servido las declaraciones de Aranguren, cada cual es muy dueño de responder según su leal saber y entender. Personalmente, yo diría que al menos han servido para darle a alguna gente la oportunidad de "retratarse" y, de este modo, componer un retrato moral de nuestra sociedad. A su vez, la precedente tipología moral de urgencia podría servir, o esa ilusión quisiera hacerme, para que cada cual elija si es su gusto el lugar del retrato en que ubicarse.

Javier Muguerza es catedrático de Filosofía. Dirigió el curso de verano de la Universidad Complutense (El Escorial, 7-11 de julio de 1995) donde se produjeron las polémicas declaraciones.

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