Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

Jugar con átomos

¿Qué se hizo del proverbial buen olfato diplomático de los discípulos de Monsieur de Talleyrand? Si los caballeros del Quai d'Orsayno fueron capaces de advertir al Primer Ministro francés que reanudar las pruebas nucleares el año del cincuentenario de Hiroshima y Nagasaki era complementar con un desplante al mundo civilizado, lo que, de por sí, representaba una equivocación monumental, algo que debe de estar fallando en la que acostumbraba ser una de las cancillerías más astutas del Occidente.

Pero, el problema de fondo, desde luego, no es el desplante sino la equivocación. Las razones ...

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¿Qué se hizo del proverbial buen olfato diplomático de los discípulos de Monsieur de Talleyrand? Si los caballeros del Quai d'Orsayno fueron capaces de advertir al Primer Ministro francés que reanudar las pruebas nucleares el año del cincuentenario de Hiroshima y Nagasaki era complementar con un desplante al mundo civilizado, lo que, de por sí, representaba una equivocación monumental, algo que debe de estar fallando en la que acostumbraba ser una de las cancillerías más astutas del Occidente.

Pero, el problema de fondo, desde luego, no es el desplante sino la equivocación. Las razones esgrimidas por el gobierno francés para justificar la reanudación de las pruebas se evaporan como los espejismos de los desiertos cuando uno trata de sopesar su consistencia.

La primera de estas razones es científica. Francia necesitaría proceder a, las explosiones atómicas ahora, porque, sin ellas, sus técnicos no estarían en condiciones de proseguir en simuladores su programa de experimentación nuclear y que éste quedaría obsoleto. La media docena de nuevas pruebas en el atolón de Mururoa les suministrará la información necesaria para actualizarlo y dotarlo de credibilidad. De este modo, Francia, sin haber debilitado su capacidad militar disuasiva, estará en condiciones de firmar el próximo año el acuerdo internacional de prohibición de armas nucleares.

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Este argumento ha sido desbaratado por numerosos científicos y técnicos en energía nuclear -véase, por ejemplo, la edición de The New York Times del 4 de agosto- en sus dos extremos. Es absolutamente inexacto que Francia no pueda continuar en computadoras su programa físico-nuclear y deba recurrir a hacer estallar bombas atómicas para que éste no se paralice. A menos que, presa de un delirio egolátrico como los que solían convulsionar a Pantagruel en la fantasía novelesca de Rabelais, pretenda lo imposible. Es decir, potenciar este programa a un estadio cualitativo superior y fabricar un arsenal nuclear de fuerza destructiva equivalente al de Estados Unidos, algo que está -y estará en un futuro previsible- totalmente fuera de sus posibilidades económicas, científicas e industriales. Comparado con el horrendo nivel de desarrollo alcanzado en este dominio por aquel país, los programas

atómicos de Francia (y los de cualquiera otra nación) serán indefinidamente obsoletos.

Pero es sobre todo en el dominio militar en el que la decisión francesa resulta hoy insostenible, luego de lo ocurrido en Europa y en el mundo a partir de la caída del muro de Berlín. Esta última precisión es indispensable, pues, mientras la Unión Soviética existió como una amenaza erizada de armas atómicas contra el mundo libre, el equilibrio del terror nuclear, pese a los pavorosos riesgos para la supervivencia de la humanidad que implicaba, fue un mal menor necesario. Gracias a ese riesgo asumido por los países de la Alianza Atlántica se pudo frenar el avance del totalitarismo, que de otro modo hubiera podido devorar a Europa occidental y encuadrarla, junto con buena parte del tercer mundo, dentro de las alambradas del Gulag.

Por fortuna, todo ello es ahora historia pasada y luego de la desintegración del imperio soviético y el estado calamitoso en que Rusia se debate -viviendo poco menos que de los donativos a fondo perdido que le concede la comunidad occidental- no puede sostenerse seriamente, por parte de un país miembro de la OTAN, que debe equiparse de armas atómicas ante la eventualidad de una agresión fusa. Los esforzados ejércitos de Borís Yeltsin, no empece su desenfrenada brutalidad, no han sido capaces todavía de derrotar al puñado de desharrapados guerrilleros de Chechenia que les plantaron cara. ¿Ése es el potencial enemigo al que la force de frappe francesa quiere disuadir? ¿No hay en ello una desproporción gargantuesca? No bombas atómicas, unos cuantos regimientos de legionarios y paras parecerían suficientes.

¿Y si no es la malograda Rusia, quién es? ¿China, acaso? Es verdad que su gobierno se empeña en construir un arsenal nuclear y que éste, en poder de un régimen totalitario, sin la menor fiscalización democrática, es siempre un potencial peligro para cualquier sociedad libre. Pero Francia no tiene, fronteras con China, ni un contencioso bilateral con este país -por el contrario, hace excelentes negocios con él- lo que significa que cualquier conflicto entre el gobierno de Beijing y París se resolverá dentro del marco de la Alianza Atlántica, la que mantiene una vertiginosa superioridad militar -en armas convencionales y atómicas- sobre el gigante asiático (un gigante cuyos niveles de vida -la verdadera fuerza de una sociedad-, no lo olvidemos, son todavía inferiores a los de los países más pobres de Europa).

¿Qué otras potencias nucleares reales o virtuales amenazan en el mediano o largo plazo la seguridad de Francia? ¿Irán? ¿Irak? ¿India? ¿Pakistán? ¿Israel? ¿Libia? ¿Siria? Todos estos países tienen pretensiones de fabricar armas atómicas y no es imposible que algunos de ellos -como Israel- esté ya en condiciones de hacerlo, aunque en muy pequeña escala, con lo cual la ventaja que la fuerza de disuasión de Francia mantiene sobre todos ellos no se alteraría en un futuro próximo. Pero estas consideraciones son peligrosas, pues juegan con fuego (mejor dicho, átomos).

Desde luego que sería monstruoso minimizar el gravísimo riesgo que hacen correr sobre el mundo las pretensiones atómicas de satrapías como las de Sadam Hussein o de Gadafi e incluso las de regímenes representativos como el israelí o el hindú. Ellas conllevan el germen de una escalada a nivel mundial del que pueden resultar accidentes de incalculables proyecciones, apocalipsis humanos, hecatombes ecológicas y hasta la extinción de la vida. La única manera como las democracias desarrolladas de Occidente pueden conjurar ese riesgo es manteniendo, en el campo nuclear, un frente unido bajo las premisas que parecían haberse establecido y que Francia acaba de romper unilateralmente: el congelamiento de las pruebas y una presión sistemática para impedir la proliferación atómica en el resto del planeta. La iniciativa francesa deslegitima los esfuerzos occidentales para obligar a gobiernos como el de Nueva Delhi y el de Islamabad a poner fin a sus sueños atómicos y sienta un precedente funesto, no sólo ante el resto del mundo, sino en el propio seno de la Alianza- Atlántica, donde el mal ejemplo de los estrategas franceses puede tener secundadores.(Todos los países, incluso los de apariencia más civilizada, producen sus doctores Strangelove).

En alguna parte he leído que, en verdad, no son razones científicas ni militares las agazapadas detrás de las bombas de Mururoa, sino la imagen de gran potencia, el prestigio del que De Gaulle llamaba cher et vieux pays. No sé cómo se puede articular siquiera semejante despropósito. Periódico que leo, radio que escucho, televisión que prendo me abruman con imágenes de jóvenes pacifistas que empapelan embajadas y consulados franceses en los países más exóticos, gobiernos y parlamentos de tres continentes que protestan contra París, embarcaciones ecologistas que respaldadas por la solidaridad de casi toda la opinión pública mundial zarpan en quijotescas expediciones a tratar de impedir las pruebas de Mururoa. Desde la época de la guerra de Argelia no se había visto caer tan en picada la imagen de Francia en el mundo, como en estos momentos, por culpa de la decisión con la que Jacques Chirac decidió estrenar ese gobierno que con tanto esfuerzo conquistó.

Esta conquista electoral a mí me alegró mucho, como a la mayoría de los franceses (que votaron por él). No porque me hiciera muchas ilusiones con la derecha que Chirac representa, que no es liberal sino nacionalista y conservadora -.por una de esas grandes paradojas de la historia, un país que ha enriquecido tanto el pensamiento liberal no tiene una fuerza política específica que lo represente- sino porque puso fin a la demagogia caudillista y al mercantilismo corruptor del socialismo de Mitterrand. Una nueva época se abría para el querido país (pues Francia es un país que yo quiero mucho) y cabía la esperanza de que, alentado por el desafío de la Unión Europea y las responsabilidades supranacionales que ello entraña, el ambicioso y flaman te Primer Ministro devolviera a la unificación y construcción de Europa el dinamismo que ha perdido (fundamentalmente por ausencia de un liderazgo), poniendo a su país a la hora de los tiempos que corren y contagiando a sus aliados europeos el entusiasmo y la ilusión que empiezan a perder por un proyecto que, se diga lo que se diga, sigue siendo uno de los más generosos empeños para crear un nuevo orden internacional basado en el pluralismo, la democracia y la libertad. En vez de ese papel novedoso, que parecía concebido a medida de su energía y carisma, Jacques Chirac ha preferido -es una enfermedad francesa que desborda las barreras ideológicas, por lo visto- disfrazarse de De Gaulle, con lo cual ha precipitado a Francia en un atolladero internacional y reavivado las cenizas de un socialismo desfalleciente, que no esperaba -no tan pronto, por lo menos- semejante regalo de los dioses.

La cosa tiene arreglo todavía, por supuesto, y es simple: dar marcha atrás. Aceptar la realidad de la gigantesca repulsa que las pruebas de Mururoa merecen en todo el mundo y cancelarlas. La retórica francesa es la más embriagadora y persuasiva y abundan las razones que se pueden alegar, para presentar esa rectificación como una marcha adelante, como una temeridad todavía mayor que la de jugar a la fisión nuclear. Sólo los grandes estadistas son capaces de dar esos volatines y saltos mortales sin romperse la cabeza. ¿No lo hizo De Gaulle con la independencia de Argelia? ¿No salió fortalecida su imagen de gobernante por rectificar una política errada? Ésos son los ejemplos dignos de imitar en él, no su trasnochado nacionalismo.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1995. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1995.

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