Tribuna:

Galerías

Uno llegó a tener su talla en Galerías y suscitaba la admiración de propios y extraños. Ya ha llovido. Fue cuando empezaba a pollear, lucía un tipo juncal y mandaba la correcta economía doméstica (también los usos y costumbres de la época), que nadie podía acometer ningún proyecto de capital importancia o hacer una cuantiosa inversión sin el consenso familiar.Un proyecto de capital importancia y una inVersión cuantiosa eran, por ejemplo, comprarse un traje. Los tiempos no estaban para caprichosos dispendios y los trajes se heredaban, se les daban luego cuantas vueltas aconsejara el deslucido d...

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Uno llegó a tener su talla en Galerías y suscitaba la admiración de propios y extraños. Ya ha llovido. Fue cuando empezaba a pollear, lucía un tipo juncal y mandaba la correcta economía doméstica (también los usos y costumbres de la época), que nadie podía acometer ningún proyecto de capital importancia o hacer una cuantiosa inversión sin el consenso familiar.Un proyecto de capital importancia y una inVersión cuantiosa eran, por ejemplo, comprarse un traje. Los tiempos no estaban para caprichosos dispendios y los trajes se heredaban, se les daban luego cuantas vueltas aconsejara el deslucido de la urdimbre, se cepillaban, no tanto para quitarles el polvo como para devolverles por fricción intensiva el color que, habían perdido en el transcurso del largo envejecimiento y las incontables posturas a las que habían. sido sometidos.

Llegaba un momento, no obstante, en que el traje no podía más, pese al excelente paño con que estaba confeccionado; clareaba por la culera, no admitían más puntadas las costuras ni zurcidos los bolsillos, exhalaba su último suspiro, quedaba destinado a trapos, y los padres, tras largo conciliábulo, adoptaban la sublimé decisión: "Hay que comprarle un traje al chico".

Dicho y hecho, empezaba entonces una complicada operación militar: primero, el presupuesto; luego, la elección del sastre, y de ahí en adelante, la entrada en acción del comando, que integraba la familia entera (pues todas las opiniones se consideraban válidas) e incluía elegir las telas -se hacía sopesándolas-; determinar el dibujo;- ajustar el precio; tomar las medidas, que habían de ser holgadas, en previsión de los inevitables crecimientos; las pruebas; el análisis minucioso de la prenda acabada; el pago en caso de conformidad, y este trance resultaba tan doloroso que la familia confortaba al padre con la manifestación expresa. de su solidaridad.

Pero he aquí que abrió Galerías Preciados y cambiaron radicalmente los usos y costumbres de los madrileños, principalmente cuando les sobrevenía la perentoria necesidad de comprarse un traje. Entrar en aquellos grandes almacenes, subir a la planta específicay encontrarse allí con una vastísima exposición de trajes donde se podían elegir tallas y modelos, calidades y precios, constituía una emocionante experiencia, una inesperada integración en la modernidad.

Recorría deslumbrada la familia: aquella planta fastuosa -auténtico hito en la historia del hombre-, cuando se acercó un empleado, preguntó ¿qué edad tiene el chico?", se la dijeron, le tomó medidas, anunció que con ellas iban a confeccionar la ropa de su talla, y desde entonces tuvo en Galerías la ropa a su medida. Lo que no tenía, en cambio, era dinero para comprarla. Y, además, creció y se robusteció, en menos que se piensa. La vida es aleatoria, ya se sabe.Debió de ser Galerías Preciados pionera en la exposición de toda suerte de artículos, tanto de vestido como de hogar, menaje de cocina, vajilla y cristalería, lencería, juguetería, perfumes y sus derivados, ropas de cama, ingenios mecánicos y. eléctricos, trebejos, adminículos, artilugios, cachivaches, de tal manera que se introdujo en las costumbres de los madrileños ir de compras sin necesidad de comprar nada, pues los dependientes no atosigaban a los clientes, les dejaban elegir, atendían sus consultas con amabilidad y eficiencia, sin reprocharles en absoluto que se marcharan con las manos vacías.

Pronto entró en competencia El Corte Inglés y la afición discutía las ventajas de ambos almacenes. Para unos, El Corte daba cantidad y Galerías calidad; para otros, era al revés. A estas alturas ya poco importa, por supuesto, y la disquisición sería propia de los eruditos a la violeta. Desaparecida Galerías Preciados e integrada precisamente en El Corte Inglés -unos grandes almacenes que son modelo en su genero-, queda la nostalgia del recuerdo y la realidad de unos empleados cuya peripecia profesional y humana a nadie puede dejar indiferente. Porque la mayoría de ellos han dedicado a Galerías lo mejor de su existencia, y son miles.

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Se sabe ya que, unos se integrarán en la entidad compradora, pero otros tendrán la jubilación anticipada y el resto irá al paro. Y no es justo. Las crisis de las empresas -reales o fingidas-, sus reajustes, sus regulaciones de empleo, han llegado a ser tan habituales que parece como si el paro fuera la maldición bíblica de este final de siglo. Mas no es una maldición bíblica. Aquí no ha pasado nada. Aquí no ha habido ninguna catástrofe de la naturaleza. Aquí únicamente hay incompetencia, o voracidad empresarial, o corrupción, o los perversos manejos de una llamada in geniería financiera, cuyas estrategias empiezan siempre por echar empleados a la calle. Y uno piensa que quizá la solución sea exactamente la contraria: echar a los manipulador es de la ingeniería financiera, a los corruptos, a los empresarios voraces, a los ejecutivos incompetentes, antes de que con su codicia y con sus delirios acaben cargándose la empresa. Y eso es, pro bablemente, lo que ha ocurrido con Galerías Preciados y otros desastres.

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