Tribuna:

Los 'manzanos'

Madrid, como es sabido de todo el mundo, es la ciudad que más padeció el franquismo, más que Barcelona, San Sebastián o Bilbao. Nunca se recuerda lo bastante que Franco y los suyos se dedicaron a castigarla sistemáticamente, por haber resistido al asedio y a los bombardeos, por habérseles resistido hasta el final. Por otra parte, y dado que los ministros de aquel régimen vivían aquí, lo tenían muy fácil a la hora de ingeniar atrocidades contra la ciudad: les bastaban sus trayectos en coche entre sus casas y sus ministerios, sus ministerios y los estadios, y la plaza de toros, para imaginar los...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Madrid, como es sabido de todo el mundo, es la ciudad que más padeció el franquismo, más que Barcelona, San Sebastián o Bilbao. Nunca se recuerda lo bastante que Franco y los suyos se dedicaron a castigarla sistemáticamente, por haber resistido al asedio y a los bombardeos, por habérseles resistido hasta el final. Por otra parte, y dado que los ministros de aquel régimen vivían aquí, lo tenían muy fácil a la hora de ingeniar atrocidades contra la ciudad: les bastaban sus trayectos en coche entre sus casas y sus ministerios, sus ministerios y los estadios, y la plaza de toros, para imaginar los más brutales atentados urbanísticos que indefectiblemente ejecutaban.Parece que esta saña contra la capital la han heredado intacta los políticos de la democracia, sean del partido que sean, con los diferentes alcaldes haciendo siempre de mamporreros entusiastas. El resultado es una ciudad invivible y en la que es casi imposible dar tres pasos seguidos o cruzar una calle. Si uno se echa a caminar, se encontrará primero con todo tipo de zanjas, todas las calles están en obras y todas lo están permanentemente, algo incomprensible a menos que haya empresas para abrir y cerrar el asfalto que se benefician de ese destripamiento continuo; a continuación se topará con monstruosos túneles para coches que le obligarán a recorrer kilómetros para pasar a la otra acera, aunque no tantos como los que deberá salvar una madre con un cochecito de niño para hallar paso entre los automóviles aparcados; las aceras, cada vez más estrechas, suelen estar invadidas por esos mismos automóviles y por las motos; además, están valladas a menudo o llenas de postes metálicos, supuestamente para impedir esa invasión; desde hace un tiempo los quioscos son gigantescos, como los espantosos contenedores de vidrio, de un verde imposible y con reminiscencias de aquella malhadada mascota, El Naranjito, no sé si tienen la mala suerte de recordarlo; algunas estatuas nuevas hacen que los transeúntes se abochornen al verlas y desvíen la mirada: un Velázquez raquítico, una violetera antediluviana, la embrutecida cabeza del exquisito Vicente Aleixandre, un pervertido caballo al que monta el pobre Carlos III, uno de nuestros reyes más pasables. No sé si aún colocarán en el Retiro a una virgen del tamaño de King Kong.

Para qué seguir. Por si todo esto fuera poco, ahora el Ayuntamiento ha sembrado la ciudad con más de mil quinientos chirimbolos -se dice pronto- a los que, con la habitual cursilería, llama "muebles urbanos" (se les debería llamar "manzanos"). Los hay de todos los tamaños, la mayoría enormes; son de plástico imitando hierro; no sirven para otra cosa que para aumentarnos la sobredosis de publicidad (los contenedores para recogida de pilas podrían existir perfecta mente sin ellos); copian a otros de París, antiguos de verdad y muy escasos allí; dificultan aún más cualquier simulacro de paseo y rompen todas las perspectivas, ya no hay manera de ver entera la fachada de un edificio; los han desperdigado sin ton ni son, qué re medio, si son más de mil quinientos; impiden la visión no sólo de la ciudad, sino de los cruces y los semáforos; son una trampa para caminantes; obedecen sólo a intereses espurios y mercantiles; son un obstáculo y son repugnantes (esto último pero sólo esto último, en mi modesta opinión). En este periódico me preguntaron por ellos y no reprodujeron con toda exactitud mis palabras, se me malentendió: parecía un poco que incitaba a la violencia contra ellos, y no era así. Lo repito ahora con más precisión: dado que los gamberros de los fines de semana actúan con toda impunidad contra las papeleras, cabinas telefónicas y cajeros automáticos (cosas todas útiles para el ciudadano), la única ventaja que veo a estos manzanos o chirimbolos es que quizá los gamberros se ensañen con ellos y así se olviden de lo demás. Pero sería preferible que el alcalde reconociera la tremenda metedura de pata y desde el pináculo del chirimbolo o manzano más alto anunciara su retirada.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En