Editorial:

Morena clara

SE LLAMABA a sí misma Lola de España, y ahora que muere en loor de multitudes, personaje destacado del paisaje de la gran pandereta nacional, su figura con mantilla blanca y descalza, como ha quedado en la capilla ardiente del Centro Cultural de la Villa de Madrid, convertida por tanto en cultura, se ve que no le faltaba razón. La sigue un verdadero y apenado llanto. Hay una larga España en los cuadros de Romero de Torres, en los poemas de Rafael de León, en las figuras de Benlliure o en unas tardes de toros, en las que ella reinaba por encima de las demás: y había cientos. También iba descalz...

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SE LLAMABA a sí misma Lola de España, y ahora que muere en loor de multitudes, personaje destacado del paisaje de la gran pandereta nacional, su figura con mantilla blanca y descalza, como ha quedado en la capilla ardiente del Centro Cultural de la Villa de Madrid, convertida por tanto en cultura, se ve que no le faltaba razón. La sigue un verdadero y apenado llanto. Hay una larga España en los cuadros de Romero de Torres, en los poemas de Rafael de León, en las figuras de Benlliure o en unas tardes de toros, en las que ella reinaba por encima de las demás: y había cientos. También iba descalza cuando empezó, en la posguerra del Madrid de un millón de cadáveres.Arrebataba ya, casi niña, la melena alborotada y el amor desbocado. Ella era lo prohibido: la muchachita suelta y libre y oferente. No iba por el camino de Concha Piquer, la doña Concha de los señores. Lola iba por el camino popular, por la vereda de gitana descalza. Pasaría mucho tiempo hasta que fuera la de los enormes pendientes de brillantes, la señalada por los inspectores de Hacienda. Pero también había sido la reina de las fiestas de La Granja, cuando Franco recibía en el aniversario de su guerra, y donde las señoras de la nueva aristocracia militar, bancaria, del clero y de la empresa rápida y fácil de la autarquía la rendían honores. Una grandeza española, una nobleza antigua en la que relumbran nombres como el de la Caramba o el de Lola Montes.

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Pero el pueblo no dejó nunca de adoptarla: todas las estaciones, todas las temporadas, ha estado con ella. Esta mujer singular, que cantó y dio figura y cuerpo a los sentimientos libres cuando ello era sospechoso, que fue libre ella misma en los tiempos medrosos y moderados de la Sección Femenina, y estuvo despreciada por los intelectuales de después de la guerra que adoraban a la Piquer y de los de antes que habían querido a la Argentina y a la Argentinita, y a Pastora y a la Niña de los Peines, fue destacándose de la pandereta en que la habían pintado y haciéndose ella misma; lejos ya de Manolo Caracol, fuera de la fuerza de cualquier compañero, o maestro, o inspirador; al revés, inspiradora ella misma de quienes la imitaban, o creadora de su propia familia, que no salió nunca del tablado más que para llegar a los grandes escenarios. Como si hubiera una dinastía, una sangre más azul que la azul, una transmisión genética. Toda ella creada por su tesón, su creencia en sí misma.

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Al final de su vida la única crítica que temía era ya la de sus amigos. La otra se daba por supuesta en un país de celos y de envidias. Puede que no fuera ni mejor ni peor que otras, pero era intrínsecamente ella, creada a sí misma; su duende era ella, y arrebató con sus desplantes a todo el país. Irse del mundo descalza, como los místicos o los personajes machadíanos, es una lección de humildad: la guardó, la ocultó durante toda su vida para mostrarla a la hora de la muerte.

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