Tribuna:

Carisma y poder político

Parece lugar común entre los científicos de la política, que lo ideal en una democracia que se tenga por medianamente asentada es que cada vez importe más el funcionamiento normal y hasta aburrido de las instituciones que la existencia de líderes con mayores o menores dotes de carisma, popularidad o reclamo. Así, se nos dice, el sistema democrático camina por sí solo, sin la tutela del personaje, asimilando el normal recambio de sus protagonistas. Algo así quería decir el maestro Raymond Aron cuando escribía que "la democracia es, en el fondo, el único régimen que confiesa o, mejor aún, que pr...

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Parece lugar común entre los científicos de la política, que lo ideal en una democracia que se tenga por medianamente asentada es que cada vez importe más el funcionamiento normal y hasta aburrido de las instituciones que la existencia de líderes con mayores o menores dotes de carisma, popularidad o reclamo. Así, se nos dice, el sistema democrático camina por sí solo, sin la tutela del personaje, asimilando el normal recambio de sus protagonistas. Algo así quería decir el maestro Raymond Aron cuando escribía que "la democracia es, en el fondo, el único régimen que confiesa o, mejor aún, que proclama que la historia de los Estados está y debe estar escrita en prosa y no en verso". Hasta aquí, total acuerdo. Cuando un régimen está única y estrechamente unido a la vida y obra de una persona, parece condenado a desaparecer cuando su jefe fundador también desaparece.Pero no está tan claro que, incluso en esta línea de despersonalización del poder, haya desaparecido ni con mucho la importancia de los factores del liderazgo. Incluso en Max Weber, sin duda sagaz artífice de la concepción aséptica y de relación social de todo poder, es posible encontrar, una y otra vez, apelaciones al ingrediente personalista. Y llega a afirmar algo que bien podría escribirse' en la España de nuestros días: "Uno de los móviles más poderosos de la acción política reside en la satisfacción que el hombre experimenta al trabajar no para el programa abstracto de un partido integrado por mediocridades, sino para la persona de un jefe al que él se entrega confiadamente. Éste es el elemento carismático de todo caudillaje". La afirmación weberiana, aunque algo fuerte al principio, está, por lo demás, siendo ratificada por la actual evolución de los partidos políticos de la que a veces he hablado. De partidos de masas, con fuerte carga ideológica, por Occidente se camina e implanta el tipo que Kircheimer denominara como "partidos de todo el mundo" o "partidos cógelo-todo": se sacrifica la ideología y se vota en función de un líder y unas soluciones concretas. Vivimos tiempos de partidos de electores, no de militantes, en los que, mire usted por dónde, el papel del líder vuelve a ser fundamental.

¿Por qué extrañarnos, entonces, que en nuestra todavía débil e imperfecta democracia, el problema de los líderes sea tema de permanente actualidad? Va de suyo que importan los programas. Pero siguen importando mucho más quiénes y cómo los exponen.

La extrañeza debe llegar a desaparecer, incluso, si pensamos que en nuestro país siempre ha predominado lo que Unamuno llamara "el fulanismo". La lealtad incondicional o, por el contrario, la apasionada animadversión hacia el político de turno. Esto es viejo y está en todas partes. En gran parte, durante todo el siglo XIX y primera parte del actual, en realidad nuestros llamados partidos políticos no fueron otra cosa que clientelas personales de algún político. Personalismo, clientelismo, fulanismo, fueron las notas de decenios y decenios. Y se ascendía o se desaparecía en función, de un manifiesto personalismo, aplaudido o condenado. Del famoso "Maura, no" al no menos trágico "Azaña, no", tras haber identificado a República con Azaña. De igual forma, en terrenos ajenos a la política, nuestro país siempre ha gustado de divismos y, sobre todo, de enfrentamientos personalistas. Admirar a alguien supone la radical condena del contrincante, que puede con facilidad llegar a ser el enemigo.

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Y así pasa, ahora y aquí, en el partido en el poder y en el mayor partido en la oposición. Con una especial diferencia que me parece sumamente perturbadora. La utilización de un ismo muy concreto, el divulgado felipismo, por parte de sectores de la oposición, de algunos medios de difusión social y hasta por militantes o ex militantes del PSOE, no es únicamente la expresión aséptica de una simpatía o antipatía ideológico-personal. Hasta aquí, seguiríamos en la línea del fulanismo y nada nuevo pasaría. Pero creo que en esta expresión hay una clara referencia al inmediato pasado. Una desacertada comparación con un estilo de gobernar, el franquismo, comparación que me parece profundamente viciada en origen y fuertemente perturbadora en el coloquio habitual de nuestra democracia. Ni en legitimidad democrática, ni en la forma de gobierno cabe la menor comparación.

Por la preponderancia de este ingrediente personal es por lo que, con nulo rigor, tan al uso anda eso de "váyase, señor González". Y digo que el rigor es nulo en el correcto entendimiento de lo que la responsabilidad política supone. Si hay fallos, que parece que haberlos haylos, lo correcto es censurar o pedir dimisiones del Gobierno y hasta del partido, gobernante. Pero limitarse a una persona es algo que esconde algo bien distinto: la certeza de que es precisamente el acusado componente de liderazgo que el señor González posee donde está el éxito. Se sabe que es él y posiblemente nadie como él en el momento político actual, quien llega al oyente o al telespectador.

El problema vendrá cuando dicho liderazgo desaparezca. Como, de igual forma, grave sería que alguna cuota de liderazgo no se encontrara en el principal líder de la oposición. Malo en ambos casos. Ya desde Roma se distinguía entre auctoritas y potestas. De lo primero, de personajes con autoridad moral y capacidad de influencia sin necesidad del permanente uso de la fuerza (legal, jurídica, coactiva, etcétera), parece andar bastante escaso el país en este cuarto de hora. Recuérdese la autoridad moral de un reducido grupo de intelectuales y profesionales que durante la República, y precisamente para lograr su advenimiento, jugaron tan meritorio papel en la llamada Agrupación al Servicio de la República (Ortega, Unamuno, Marañón, Pérez de Ayala, etcétera).

Pero no nos engañemos. No son tiempos sólo de programa, programa y programa. Entre otras cosas, por el relativo valor que los programas electorales siempre tienen, y mucho más hoy, ante la citada hegemonía de partidos de electores. Y, además, porque luego vienen los condicionamientos que todo ejercicio práctico y responsable del poder-Gobierno experimenta. Casi siempre, en democracia, gobernar es ceder, pactar, poner parches. En todo lugar donde la verdad no esté previamente definida. A lo mejor o a lo peor es que Cánovas llevaba algo de razón.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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