Tribuna:GAL Y ROLDÁN

Los casos difíciles

El autor cree que el procedimiento del juez Garzón está viciado de parcialidad objetiva, y señala la responsabilidad política del Gobierno en el caso GAL.

Cualquier persona puede tener la pretensión de ser tratada con justicia. Esto quiere decir que no se le atribuyan posiciones que nunca ha mantenido, y que, al atribuírsele tales posiciones, no se le insulte. Cualquier persona; por ejemplo, Tomás y Valiente. Como es alguien reconocidamente digno, se utiliza un penúltimo parapeto retórico como tabú. No se le menciona por su nombre. Se dice "el historiador de derecho" o el "ex presidente del Tribunal Constitucional". Pero yo le cito porque le busco como compañero en esta agresión. Yo, como él, he pensado que acaso el procedimiento que está siguie...

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Cualquier persona puede tener la pretensión de ser tratada con justicia. Esto quiere decir que no se le atribuyan posiciones que nunca ha mantenido, y que, al atribuírsele tales posiciones, no se le insulte. Cualquier persona; por ejemplo, Tomás y Valiente. Como es alguien reconocidamente digno, se utiliza un penúltimo parapeto retórico como tabú. No se le menciona por su nombre. Se dice "el historiador de derecho" o el "ex presidente del Tribunal Constitucional". Pero yo le cito porque le busco como compañero en esta agresión. Yo, como él, he pensado que acaso el procedimiento que está siguiendo el juez Garzón está viciado de parcialidad objetiva.No por ello mantenemos las otras posiciones en cuyo saco común se nos ha metido. Yo, sin ir más lejos de mí mismo, me he manifestado por escrito, inequívocamente, en contra del GAL y denunciando las responsabilidades políticas en que incurría el Gobierno socialista. En 1984, esto es, cuando el GAL existía. Tampoco he sido tolerante, sino denunciador, de la corrupción política. Más de la de los socialistas, porque ésta me producía más indignación, pues era la de mis compañeros, y me daba más vergüenza. También estoy a favor de que se enjuicie a los culpables del GAL y de la corrupción. También creo que hay responsabilidades políticas que asumir. No me parece oportuno esa especie de cerrar filas con imputados encarcelados y me indignan los peregrinajes a las cárceles que sean algo más que el acto de caridad de visitar al preso. Como no veo pruebas de una conspiración judicial, no creo en ella, ni la alego.

Creo, de todos modos, que algunos de los hechos más graves, que he condenado y condeno, y algunos de los más leves, como los excesos de solidaridad con los encarcelados, son expresión, bien de tragedias reales que en otro tiempo se vivieron -una situación de violencia que se confundió con un estado de guerra-, bien de dramas de debilidad humana. Por eso creo que, al enjuiciar estos actos, no se debería insultar, que es un vicio muy feo en el que estamos cayendo con mucha frecuencia. Pero creo, además, que nadie está autorizado a asimilar mi posición -o la de Tomás y Valiente- a la de los que mantienen esas actitudes que yo censuro y que creo que también censura mi respetado amigo.

Cada vez veo más claro que el derecho es, en muchos casos, la previsión de una conducta que razonablemente será confirmada por los tribunales. Pues bien, por eso pienso que a Garzón no se le puede imputar parcialidad subjetiva, que, como dicen de, tribunales -de Estrasburgo, Constitucional o Supremo-, habría de ser probada. Pero la parcialidad objetiva es otra cosa. Los tribunales dicen que, para que la parcialidad objetiva se declare existente, basta la apariencia, pues el juez no sólo ha de ser justo, sino que también lo ha de parecer. Y, basándome en esto, y en los casos que marcan la jurisprudencia más significativa, me parece razonable pensar que, en este caso, un juez que: a) pasa de instruir un sumario a un cargo de los más altos del Ministerio del Interior y vuelve luego al sumario, y b) tiene un comportamiento atípico en la vigilancia del secreto y en el trato penitenciario a dos delincuentes, no tiene probada la parcialidad subjetiva, pero sí tiene una apariencia de parcialidad, y en esto consiste la parcialidad objetiva.

Una cosa es el derecho y otra lo que nos gustaría que el derecho fuera. Pues bien, ¿quieren que les diga ahora mi parecer sobre lo que debería ser el derecho? Yo pienso que, sobre algunos derechos fundamentales, el Tribunal de Estrasburgo ha hilado demasiado fino y esto ocurre siempre a costa de otros derechos. Pienso que la doctrina de la imparcialidad objetiva, con ser en esencia correcta, es demasiado estricta y dificulta demasiado el funcionamiento de la justicia.

Como pienso también que la libertad de expresión y de prensa, aplicada hasta el extremo en que ese tribunal la aplica -extremo que a veces ha sido incluso exagerado por el Tribunal Constitucional-, lleva a dejar injustamente desamparadas a personas, privadas o públicas. Si pienso que es feo insultar, más feo es quitar la honra y calumniar. Pero lo que yo crea, y lo que yo quiera, no es por ello el derecho. Puedo tener, en efecto, una estimación de lo que debería ser el derecho y una convicción sobre lo que el derecho es. Quizá en el futuro, si soy convincente, podré conseguir que el derecho sea conforme a mis deseos. Mientras tanto, a lo sumo, conseguiré votos particulares.

Pasemos ahora del derecho a la razón de Estado. Una persona razonable llega fácilmente a la conclusión de que el político tiene deberes que le exigen tomar opciones en las que impera más una ética consecuencialista que una ética de los principios. El político debe tener sentido de Estado y ejercer la razón de Estado. De Estado democrático, naturalmente. Últimamente, al único al que le he leído invocar esa necesaria condición de la política es a Miguel Herrero de Miñón. Y, sin embargo, sólo teniendo en cuenta esta condición de la política se pueden enjuiciar las opciones difíciles.Por ejemplo: ¿había que haber entregado expeditivamente, como se hizo, a Roldán, a la justicia española, de la que había huido, o no?; ¿cuáles habrían sido las consecuencias previsibles si no se le hubiera capturado?; ¿era más o menos esperable que Roldán, sometido a un procedimiento regular de extradición, hubiera eludido por segunda vez la acción de la justicia?; ¿o que las mismas bandas que le habían protegido, u otros, le mataran? Y, en definitiva, ¿puede un político eludir las consecuencias de sus acciones o de sus omisiones?

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Hace unos años, Felipe González pronunció una frase desafortunada cuando, repitiendo un proverbio chino, dijo que daba igual que el gato fuera blanco o negro: lo que importaba era que cazara ratones. Desafortunada porque expresaba un relativismo poco compatible con las convicciones democráticas. Pero desafortunada también porque tuvo mala fortuna: recibió una brillantísima crítica por parte de Rafael Sánchez Ferlosio. Brillantísima, pero algo injusta, pues deformó el pensamiento de González, exagerando su tendencia pragmática y difuminando su convicción democrática. Y esta deformación se reproduce en comentarios no tan brillantes contra los políticos socialistas. Hoy, contra Belloch. Pero ni Belloch, ni ningún político que hoy, o en el futuro, ejerza el poder se podrá librar de tener que decidir las opciones difíciles, teniendo en cuenta las consecuencias de sus acciones, pero también de sus omisiones. Aquí está el punto crítico de la conexión entre política y moral. Y la afirmación del Estado de derecho reducirá tales casos difíciles, pero no los suprimirá.

Desde luego que una de las consecuencias a considerar es la de si, entregado Roldán a la justicia, el procedimiento está viciado por el modo como fue detenido y entregado. Pero esto es campo también del derecho, esto es, de la esperanza razonable de una sentencia. Pues bien, de nuevo, con independencia de lo que nosotros queramos que el derecho sea, la esperanza razonable es que Roldán será juzgado y sentenciado por todas las causas que se le imputan. Al menos, si los tribunales siguen la doctrina del Tribunal de Derechos Humanos y la jurisprudencia comparada.

Es de destacar cómo, para mantener la opinión jurídica contraria, en los dos casos que estamos estudiando, algunos muestran manga ancha en uno y manga estrecha en otro, pero en ambos, a mi parecer, en contra de quien dicta el derecho en última instancia, como es el Tribunal de Estrasburgo. Manga ancha cuando aceptan la imparcialidad objetiva; manga estrecha cuando prevén consecuencias jurídicas catastróficas de la detención practicada.

Pero no porque piensen de modo diferente al mío me considero autorizado a insultarles.

José Ramón Recalde es catedrático de Sistemas Jurídicos en la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de San Sebastián.

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