Reportaje:VA DE RETRO

La maldición de los Gabarri

La muerte de cinco niños gitanos en un incendio conmocionó el los madrileños hace 25 años

Dicen que las desgracias nunca vienen solas, pero hay gente a la que se le amontonan. Miguel Gabarri Jiménez, de 67 años, y Purificación Fernández Saave dra, de 59, un matrimonio de etnia gitana que sobrevive en el poblado madrileño de Santa Catalina, están convencidos de que sobre su familia pesa una maldición. El día 11 de junio de 1970, a la seis de la tarde -pronto se cumplirán 25 años-, cinco pequeños ataúdes salían del Instituto Anatómico Forense. Dentro iban Adela (12 años), Antonia (7 años), José (5 años), Obdulia (3 años) y María del Pilar (9 meses), todos ellos cl hi...

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Dicen que las desgracias nunca vienen solas, pero hay gente a la que se le amontonan. Miguel Gabarri Jiménez, de 67 años, y Purificación Fernández Saave dra, de 59, un matrimonio de etnia gitana que sobrevive en el poblado madrileño de Santa Catalina, están convencidos de que sobre su familia pesa una maldición. El día 11 de junio de 1970, a la seis de la tarde -pronto se cumplirán 25 años-, cinco pequeños ataúdes salían del Instituto Anatómico Forense. Dentro iban Adela (12 años), Antonia (7 años), José (5 años), Obdulia (3 años) y María del Pilar (9 meses), todos ellos cl hijos de Miguel y Purificación. Dos días antes, la chabola donde vivían en la barriada del Hierro, junto a lo que hoy es el parque Tierno Galván, se incendió y abrasó a los cinco hermanos, que fueron enterrados juntos en la fosa 317 del cementerio de La Almudena. Los padres no acompañaron al cortejo fúnebre por encontrarse muy débiles. Llevaban dos días sin probar alimento, siguiendo una tradición gitana que obliga a los familiares al ayuno hasta que los cadáveres sean enterrados.El terrible suceso conmovió el corazón de los responsables del Ministerio de la Vivienda. Tan sólo dos días después de la tragedia, Miguel y Purificación podían disponer de un piso de dos habitaciones, completamente amueblado, en el poblado de la UVA de Fuencarral. Para sorpresa de los periodistas, la pareja no se presentó a recoger las llaves, una decisión de la que Purificación, a pesar de la pobreza en la que aún vive, no se arrepiente: "No quisimos el piso. Yo me había tirado muchos años pidiendo una casa para meter a mis hijos y siempre me la negaron. Vivíamos en una chabola rodeados de ratas y basura. Y después de que mis hijos se habían quemado y no podían disfrutarla, me daban una casa llena de muebles, como si fuera una novia que iba a celebrar la boda. Me dolió mucho y la rechacé. Vinieron muchos periodistas a hablar conmigo, a preguntarme que por qué hacía eso. Algunos me daban la razón, pero otros no lo entendieron". El colectivo gitano comprendió esta reacción. Un grupo de siete chabolistas de los poblados de La Celsa y La Alegría escribió una carta al periódico Nuevo Diario. "Nos parece muy mal", se quejaban, "que sólo nos den vivienda cuando se queman nuestros hijos. Dígame usted cuántas viviendas valían los niños abrasados

Miguel y Purificación no quisieron perder el único patrimonio que les quedaba: la dignidad. El Ministerio de la Vivienda parece que no insistió demasiado. "Una vez que dijimos que no, no volvimos a saber nada. Nadie volvió a preocuparse de nosotros" dice Miguel.

Y la dignidad es lo único que les queda ahora,. porque la desgracia y la miseria se han cebado en este matrimonio desde que se instaló en Madrid, hace 40 años. En 1568, una de sus hijas, de seis años, murió también al incendiarse la chabola, y en 1969 otro hijo falleció al ser atropellado por el tren mientras jugaba en las vías. Por si esto no bastara, hace tan sólo seis meses el primogénito, Antonio, de 35 anos, murió en accidente de tráfico. De los 12 hijos que tuvieron, sólo cuatro están vivos: Rosario y Alfonso, que residen con ellos, y Consuelo y Amparo, que viven en otros poblados.

Sentados en una silla baja en la puerta de casa, junto a un cesto de ajos que se entretienen en pelar, el viejo matrimonio se queja poco para lo mal que les ha tratado la vida, pero confiesan: "Todas las noches nos echamos a llorar". Les gustaría que les ayudasen a arreglar su casa, llena de humedades y con el techo a punto de hundirse, pero tampoco ahora quieren un piso: "No podríamos pagar los gastos de comunidad. Vivimos tan sólo de las 25.000 pesetas de pensión que le dan a mi marido. No nos llega ni para la factura de la luz. Yo quiero una casa que no me dé gastos" explica ella. También querría que les quitaran el vertedero de, excrementos que rodea el barrio.

Purificación reconoce que algunos gitanos han mejorado sus condiciones de vida. "Pero nosotros estamos cada vez más cerca del hoyo. Pasamos más hambre y más calamidades".

En Santa Catalina, una calle sin asfaltar situada detrás de la depuradora de La China, hay un bar, pero no existe ningún transporte público para llegar hasta allí. El único tren que pasa es el de cercanías de Renfe. Lo hace cada 15 minutos y muy cerca de la casa de Miguel y Purificación. Pero no para. A unos 50 metros de las vías juegan cinco niños, nietos suyos, que hace poco se han quedado sin padre. En estas circunstancias es demasiado fácil que la maldición de los Gabarri continúe.

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