Tribuna:

Un resplandor

Parece que la novela de Albert Camus El primer hombre (Le premier, homme) está teniendo buena acogida en España. Menos mal: no todo iban a ser best sellers, novelas de aventuras e historias de amoríos. El manuscrito viajaba con el escritor aquella mañana atroz del 4 de enero de 1960, cuando el coche deportivo que conducía Michel Gallimard se estrelló contra un árbol cerca de Villeblin, en el camino de París. Camus confiaba en quesería su mejor libro y, a juzgar por lo que la obra ofrece, no le faltaba razón. Aunque inconclusa y a trechos esbozada y falta de revisión, la novela es...

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Parece que la novela de Albert Camus El primer hombre (Le premier, homme) está teniendo buena acogida en España. Menos mal: no todo iban a ser best sellers, novelas de aventuras e historias de amoríos. El manuscrito viajaba con el escritor aquella mañana atroz del 4 de enero de 1960, cuando el coche deportivo que conducía Michel Gallimard se estrelló contra un árbol cerca de Villeblin, en el camino de París. Camus confiaba en quesería su mejor libro y, a juzgar por lo que la obra ofrece, no le faltaba razón. Aunque inconclusa y a trechos esbozada y falta de revisión, la novela es tan hermosa como profunda, tan turbadora como penetrante. Las claves autobiográficas son seguramente mucho más explícitas de lo que hubieran sido en el texto definitivo; hay episodios, como los amorosos, que no superan el boceto, y la tragedia de Argelia, por citar otro elemento decisivo, habría suscitado posiblemente un mayor desarrollo. Pero el conjunto se integra en esa serie de obras inacabadas, y sin embargo magistrales, que ha producido la historia del arte y la literatura.Combatido ferozmente por el estalinismo y sus compañeros de viaje, consciente de que el existencialismo había tocado las fronteras de su propia identidad, Albert Camus se dispuso en El primer hombre a cifrar novelescamente una experiencia total del mundo. No se trataba ahora de un individuo marginal (Meursault), o de una situación límite (el Argel de La peste), o de una aventura estrictamente personal (la del protagonista de La caída), sino de expresar una peripecia colectiva y a la vez individual, (la de Jaeques Cormery, inequívoco trasunto personal) traspasada por el amor, pero también por el desamor, esto es, ambigua, y poliédrica como la vida misma. Como dice uno de los personajes: "Yo la he amado [la vida], la amo con avidez. Por eso creo [en ella], por escepticismo".

Este vitalismo trágico se derrama por todas las páginas del libro, que rinde tributo a esa cultura mediterránea, solar, pagana, ardiente, ya celebrada por el joven Camus en sus primeros, a "la vida misteriosa y resplandeciente". Así, cuando el protagonista rememora sus juegos de niño y sus baños en el mar con los amigos, se recuerda y los recuerda como señores ciertos de las riquezas insustituibles, de la vida. Y esta afirmación vital se profiere en el marco de una niñez y adolescencia que se desarrollaron en una extrema penuria, bajo el dominio de una abuela autoritaria y analfabeta y, la mirada dulce y oprimida de la madre inculta y, sorda; en el seno, en fin, de una familia donde sólo regía el afán diario de sobrevivir y donde la literatura, el arte y el pensamiento eran conceptos desconocidos.

El cómplice de la burguesía decadente, el gran anatematiza do por el dicterio oriental y avinagrado de Jean-Paul Sartre, juega aquí cartas de aterradora verdad. El primer hombre corrobora hasta las últimas consecuencias aquella célebre declaración suya de que no había aprendido la libertad en Marx, sino en la miseria. Lejos de todo populismo, de toda poesía de barrio (que ha alumbrado, no obstante, páginas indelebles en la literatura contemporánea), la novela alza este universo verdaderamente proletario sin eliminar detalles desapacibles, pero también sin enarbolar banderas de redención. Eso sí, una inmensa piedad, una alta y sobrecogedora compasión, por tanto sufrimiento acumulado se dibuja con línea firme en este libro, que entona, sin énfasis ni grandilocuencia ni moralismo, un vasto canto de solidaridad con los que sufren y, sobre todo, con los muertos: esos cientos de miles de muertos disueltos en el olvido, que fueron a sobrevivir, colonos pobres, a la tierra de Argelia y se encontraron allí, como el mismo Camus, "primer hombre" también, "sin pasado, sin moral, sin lección, sin religión pero contento de estar y de estar a la luz, angustiados ante la noche y la muerte". Porque, al fin, el único misterio es el de la pobreza, "que hace de, los hombres seres sin nombre y sin pasado". Y la novela quería narrar, ante todo, el reencuentro con este anonimato de fondo, que se concentra en un nombre: el del padre del protagonista, muerto en la Primera Guerra Mundial, en la batalla del Marne, cuando aquél aún no contaba un año. Ante su tumba se desarrolla una de las secuencias más conmovedoras de la novela: el imposible encuentro de hijo y padre, parábola de la soledad, el desasosiego y el olvido, confesión de orfandad, proclamación de la solidaridad que une inevitablemente a los vivos y a los muertos.

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La edición de El primer hombre es un acontecimiento literario, pero también es más que eso; la gran literatura, se trasciende siempre en sí misma. Significa que la pureza -nunca la ingenuidad- también forma parte de este mundo. Casi todo se ha derrumbado alrededor, pero la obra de Albert Camus continúa donde estaba, más joven que ayer, fresca y grácil como nunca, golpeando a las puertas de la difícil pero necesaria fraternidad. Sin engaños ni profetismos, en. nombre tan sólo de la luz resplandeciente de la Tierra.

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