Tribuna:

Garantías procesales en el 'caso GAL'

Los procesos con imputados excelentes despiertan especial interés por las garantías, y el caso GAL, dado el nivel de los implicados, no podía ser excepción, como lo demuestra el artículo de, Javier Pérez Royo publicado en este medio el pasado día 6 de enero. Me refiero a él no para articular una respuesta en el sentido literal del término, sino con el objeto de concurrir a la reflexión a que el autor convoca. La intensa impregnación política del caso GAL deriva objetivamente de la naturaleza del asunto, más allá de la, personalidad del juez. Esta certeza no resta importancia a la...

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Los procesos con imputados excelentes despiertan especial interés por las garantías, y el caso GAL, dado el nivel de los implicados, no podía ser excepción, como lo demuestra el artículo de, Javier Pérez Royo publicado en este medio el pasado día 6 de enero. Me refiero a él no para articular una respuesta en el sentido literal del término, sino con el objeto de concurrir a la reflexión a que el autor convoca. La intensa impregnación política del caso GAL deriva objetivamente de la naturaleza del asunto, más allá de la, personalidad del juez. Esta certeza no resta importancia a las vicisitudes biográficas de Garzón, que pueden alimentar perplejidades y propiciar distorsiones interesadas, siempre perturbadoras. Ahora bien, ¿podrían llegar las consecuencias hasta el punto de teñir de inconstitucionalidad el precepto de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 que facilita a los jueces eventuales carreras políticas y el retorno a la jurisdicción en las mejores condiciones? Sinceramente, no, por lo mismo que no resultó inconstitucional la reforma del sistema de elección de vocales del Consejo General del Poder Judicial, no obstante los riesgos denunciados por el propio Tribunal Constitucional. Hoy, como entonces, cabría una lectura constitucional de la disposición discutida, que, es obvio, no lleva mecánicamente, al juez que haya sido transeúnte en política activa, a la pérdida de la imparcialidad subjetiva, aunque no contribuya a potenciarla. Tampoco en casos como el de Eligio Hernández, que de servir -con espectacular entrega- los intereses del Gobierno ha pasado a ejercer el control de legalidad de la actuación político-administrativa desde un tribunal de lo contencioso, sin que ello provoque, que se sepa, inquietud por los derechos de los justiciables.

De todas las posibles opciones, tal es la acogida por el legislador de 1985, que claramente consideró suficientes las cautelas procesales previstas en concreto frente al juez prevenido o sospechoso de parcialidad, que nunca lo sería por el solo hecho de haberse interesado directamente por algún tiempo en la gestión de la cosa pública y vuelto de inmediato a su dedicación original. Sin embargo, la solución di aquella desafortunada ley no es buena y como tal debe denunciarse, porque, sin duda, genera riesgos -por adhesión o por reacción- de politización partidaria de la función judicial y puede suscitar legítimas suspicacias en la ciudadanía, sobre todo en asuntos tan conflictivos como el contemplado.

Se ha señalado también que el proceso penal impone una "desigualdad radical en el punto de partida" en perjuicio del investigado, que en el caso GAL podría resultar exacerbada de haber obtenido el hoy instructor, a su paso por Interior, información de la que ahora pudiera servirse. Bastando, se dice, para la ruptura de las reglas constitucionales del juego sólo con que hubiera podido hacerlo. La primera afirmación ha de ser matizada, incluso para. el delincuente estándar, que, como ya apuntó el legislador liberal, al preparar su acción de la forma adecuada para obstaculizar la persecución ulterior, introduce una previa desigualdad calculada a su favor. Esta se potenciaría extraordinariamente cuando el autor del delito se sirva -para delinquir y para ocultar- del ingente caudal de posibilidades que pone a su alcance la ocupación de alguna posición preeminente dentro de un aparato de poder, sobre todo si es tan caracterizado al respecto como el policial. Y, no se diga ya, en el supuesto hipotético de contar -no hace falta hablar de connivencias-, sino, aunque sólo fuera, con el clima favorable representado por la ausencia práctica de control político.

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El segundo aserto se mueve en una línea de máxima que no entró en el horizonte del legislador de 1985, pero que, es verdad, responde a un grado de exigencia de no contaminación del juez que sería ideal ver cumplido con rigor siempre.

Pues bien, en el caso de Garzón: ¿es siquiera imaginable que durante su estancia en Interior hubiera podido hallar informaciones de eventual eficacia inculpatoria contra los imputados del GAL? Francamente, no. Y no sólo porque tampoco las ha encontrado el actual ministro, sino porque la misma naturaleza del asunto excluye como posible la perpetuación de sus vicisitudes en cualquier soporte documental. Por otra parte, y ya por lo que se conoce del proceso en curso, todo indica que su reactivación tiene más que, ver con un cambio en las expectativas de Amedo y Domínguez, como estímulo para denunciar a posibles complicados, que con la iniciativa del propio Garzón. De este modo, sin otros datos, no habría razones, en abstracto ni en concreto, para abrigar dudas acerca de la regularidad constitucional de su actuación frente a Sancristóbal, Álvarez, Planchuelo y Hierro.

No hay proceso penal que esté desprovisto de ofensividad, como no hay sistema procesal perfecto, sobre todo en la práctica. Y es cierto que si lo hubiera el español no sería uno de ellos. Pero, aun así, puede afirmarse que los imputados del GAL se han beneficiado de una situación preprocesal de opacidad y de una abulia en la persecución, difícilmente justificables, que para sí querrían los demás justiciables. Y, ahora, gozan de una calidad de efectividad de las garantías que está bien por encima de la media. En cualquier caso, es cierto, tienen todos los derechos. Pero derechos, nada más.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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